Mujer y luna

martes, 26 de octubre de 2010

Hermandad

Hola queridísimas amigas!!!

Primero quiero agradecerles por visitar mi blog, incluso de los lugares más insospechados y recónditos (¡Me encantaría conocerlas!) Debo reconocer que me gustaría mucho conversar con ustedes y saber qué les parece "Hermandad".

Queridas, sólo puedo enviarles miles de besos y esperar contar con sus visitas a mi blog.

Cariños,

Karen
Capítulo VII
Entre la espada y la pared



Seguí bebiendo y bebiendo. No me preocupé de contar, pero creo que ya había pasado los tres vasos de ron. Tenía la vista fija en el espectáculo que montaba Agata junto a Gaspar. Me dolía el pecho, me sentía ridículamente traicionada ¡Y era una estúpida! Porque en verdad no teníamos nada de nada. Nada del modo formal, pero para mí había sido muchísimo más. Sentía su traición como si fuera una herida vieja, abierta con vehemencia y crueldad. Un tenso nudo se posó en mi garganta. Mordí mi labio inferior y sin querer solté el vaso aún con alcohol. Menos mal los reflejos de Edú fueron lo suficientemente veloces como para atraparlo antes de que se azotara en el suelo.

—¡Ey, Vicky! —llamó mi intención. Lo miré de medio lado, con un par de lágrimas a punto de brotar. Me miró con ternura y me acarició la mejilla— ¿Qué sucede pequeña? —susurró dulcemente y tuve que tragar saliva para contener el llanto. Negué con la cabeza y continuó con toda pasividad— no es necesario que me mientas… —sonrió defraudado.

Me costaba mantener la silueta de su hermoso rostro, pero aún así podía darme cuenta de que su vista continuaba fija en mí. Aquellos ojos verdes me traspasaban la piel. Con delicadeza acarició el borde de mi mentón con la yema de sus dedos y sin quererlo se relamió el labio inferior. De pronto, su mano tibia y suave se posó entre mi quijada y la base superior de mi cuello. Su rostro sensual comenzó a acercarse lentamente hacia el mío. No hice nada y mantuve mi posición congelada. Se acercó más y más y mis ojos intentaron seguir las huellas de su movimiento. Cerré los ojos y sentí sus labios tibios posarse a un costado de la comisura de los míos, más hacia la mejilla que la boca. Suspiró hondo, se detuvo y con decepción balbució en mi oído.

—¿Estás ebria, cierto? —aún continuaba con la mano en mi cuello, provocándome oleadas de agrado. Asentí. Oí que tragó saliva, y luego me besó la mejilla —quiero que esto suceda cuando el alcohol no te haya nublado la razón —musitó con su hálito tibio, acariciando mi piel y volvió a besarme. Pensé en protestar, pero me detuve, él tenía razón y no se merecía mi engaño.
—¿Tienes agua? —espeté con la lengua traposa. Edú sonrió.
—Por supuesto —los ojos esmeraldas se le iluminaron. Se movió detrás de la butaca nuevamente. Como arte de magia llegó un vaso con hielo frente a mis ojos que depositó entre mis manos.
—Gracias —le devolví la risita. Le pasé el vaso desocupado y el esbozó una sonrisa.
—¿Estás bien como para una pieza de baile más? —frunció el ceño, mientras esperaba mi respuesta con una sonrisa dibujada en sus labios frutilla.
—¡Claro! —acepté, aunque los pies me pesaban, pero no quería decepcionarlo más durante la noche. Él se puso de pie antes que yo y me extendió la mano para ayudar a levantarme. Cuando ya lo hice pasó su brazo por detrás y me aferró a su cuerpo, en tanto caminábamos a la pista de baile.

La música se había tranquilizado bastante. Miré de soslayo en busca de Gaspar y Agata, pero no los vi. Elevé la vista hacia Edú, quien me cogió entre sus brazos, rodeando mis caderas con sus manos y yo, hice lo mismo a la altura de su cuello. Apoyé mi cabeza en su regazo que, escasamente le llegaba a un par de manos de su hombro.

—¡Estás realmente bellísima esta noche! —podía ver su sonrisa traviesa, cuando dejó caer esos cumplidos en mi oído.
—Gracias. Tú también estás muy guapo —era cierto del todo. Oí algo similar a un suspiro y de pronto, mi cuerpo se vio atrapado un poco más entre sus brazos.
—Por ti esperaría otros tantos siglos más —farfulló para sí mismo.
—¿Qué dices? —pregunté de inmediato… ¿Siglos? Probablemente había escuchado mal.
—Nada, pequeña —bufó una risita y me volvió a acoger en su regazo. Por mi parte estaba segura de haber oído algo de “siglos”, aunque por supuesto no tenía coherencia, quizá el alcohol deformaba la realidad incluso al oírla.

Bailamos al compás de la música tranquila y la pista de baile parecía pertenecernos sólo a nosotros dos. Olía a menta fresca, tabaco con chocolate y hormonas masculinas, una deliciosa combinación. Era maravilloso estar con Edú, excepto por dos cosas: no podía sacarme a Gaspar de la cabeza y segundo, aunque Frida lo negara, él era el hombre de sus sueños y no se merecía que su mejor amiga se involucrara con él, aunque ella decía haberlo olvidado por completo e incluso, más de alguna vez, me había incitado a pensar esa posibilidad… ¡Realmente mi amiga despreciaba a Agata! Quería que me alejara de ella, incluso a costa de su propio sacrificio.

De tanto bailar sin pausa y como consecuencia de tantos vasos de líquido, la necesidad de ir al baño fue imperiosa, ¡mi vejiga explotaría de un momento a otro!. Estaba cómoda con Edú, pero mi necesidad era impostergable.

—Necesito ir al baño —le hablé al oído, delicadamente. En otra circunstancias me hubiese dado vergüenza plantearlo, pero ahora, con unas copas de más, no. Él sonrió, me cogió la mano y me acompañó hasta el término de la pista.
—Te esperaré aquí —guiñó uno de sus ojos verdes cargados de picardía y se volteó para no intimidarme.

Caminé entre la gente como pude. Miré a mi alrededor y me extraño que después de tanto rato, no hubiese siquiera pistas de Frida, Miguel, Isabel o Dominique. Continué sorteando todo tipo de escollos, como vasos, botellas, mesitas y gente, hasta alcanzar el baño de mujeres, ubicado a un costado más alejado, al final de un pasillo que parecía laberinto.

Pasé al baño y tras sentir un gran relajo me devolví por donde había llegado, pero en cuanto puse un pie fuera, una fuerte mano me cogió el brazo y me arrastró hacia un lugar oscuro. No alcancé a chillar, porque me tapó la boca con la palma. Su agradable aroma me era familiar.

Entramos a una especie de bodega, llena de elementos de aseo y cachureos varios. La luz de la luna se colaba por una rendija superior y su hermosa sonrisa me devolvió el alma al cuerpo. Era Gaspar.

—Dicen que la tercera es la vencida. Y ésta era la tercera vez que te veía y que me ignorabas —sus ojos claros y dulces me colmaron como la miel con hojuelas. Una sensación empalagosa y natural.
—No te ignoré, fuiste tú el que estabas entretenido con Agata —mis palabras sonaron a recriminación. Sonrió.
—¿Celos? —enarcó una ceja y torció la boca en un gesto de “no-mientas”.
—¡Va, qué dices! —¡Oh, no! Me había pillado ¿tan evidente había sido mi reacción?

Me cogió las manos entre las suyas, jugueteando con mis dedos. Elevó su mano hasta mi mentón y me obligó a mirarlo.

—No necesito a nadie que no seas tú —aseguró, pero no lo creí, era muy pronto para tragarme algo así.
—Claro —admití con una sonrisa nada convencida y una irónica de “seguro” en mi voz. Suspiró y en un segundo intento, agregó
—Esto tan cierto que parece irreal —acarició mi mentón con su dedo pulgar.

Lo seguí con la mirada hasta quedar prendada de la magia que emanaba su rostro angelical. Aquella mirada hablaba por mil discursos. Traspasaba la necesidad de estar junto a mí, tan fuertemente como yo necesitaba estar con él. Entrelazamos nuestras manos y él aprovechó la oportunidad para acercarme a su cuerpo. Inclinó la cabeza lentamente y atrapó mi boca con la suya, logrando hacerme escapar un gimoteo de placer. El contacto con su piel era como sumirme en una sensual sensación de viscosidad húmeda y tibia, que acrecentaba a pasos agigantados si se sumaba a mis ansias de fundirme en él.

Me lancé a sus brazos, mientras me cogía por las caderas para sentarme sobre un mesón adosado a la pared. Nuestros besos se intensificaron cada vez con más fervor. La sincronía de nuestras lenguas, batiéndose en una danza desenfrenada de amor, estaba poniendo al borde de los límites mi cordura, enfrentándome al deseo de tenerlo.

Crucé mis piernas por detrás de sus caderas, quedando tan íntimamente unidos que tan sólo pensarlo me causo un escalofrío y aumentó la temperatura de mi piel. Su boca se fue a la base de mi cuello y comenzó a beber sorbo a sorbo de mí.  Una onda de frenética pasión embargó la habitación y no sabía si era a causa del alcohol o de la embriaguez que me causaba Gaspar.  Mis manos se fueron al centro de su pantalón, entonces fue él quien me detuvo.

—Por favor, Victoria… —musitó con dificultad— cuando estoy contigo mi voluntad se hace trizas —me rogó con los ojos cerrados y la respiración errática, mientras me empujaba con sutileza hacia atrás, interponiendo sus manos entre nuestros cuerpos.
—Gaspar… —solté en un suspiro hondo.
—Mi dulce sueño —acarició mi cabello y el contorno de mi rostro. Sus ojos parecieron humedecerse de emoción. Mi corazón se hinchó de alegría, porque él parecía tan feliz como yo de estar conmigo. Continuó contemplándome, de un modo extraño, con nostalgia.

Se acercó con cuidado y me estrechó entre sus brazos. Mi pulso se agitó hasta que el cuerpo me hirvió por completo. Podía evidenciar como mi rostro se calentaba a raíz del rubor y las palmas de las manos se me mojaron de sudor.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —espetó ya más tranquilo. Asentí.
—Aquel chico con el que bailabas, ¿es tu novio? —unas sombras oscuras pasaron a través de sus ojos celestes, profundizando el color hasta volverlo azul.
—¿Edú? —pregunté extrañada. Asintió, frunciendo los labios hasta volverlos una línea fina— ¡No! —casi aullé— sólo somos buenos amigos… —mentía, mentía, mentía, era obvio que entre nosotros había algo más.
—¿Y por eso estuvo a punto de besarte mientras conversaban en las butacas? —el tono de su voz se volvió áspero, sin embargo continuaba pausado.
—Bueno, eso… ¿Dónde estabas tú que viste eso? —contra pregunté.
—¿Acaso importa? —elevó una ceja y sonrió, incrédulo.
—Claro —protesté, de seguro estabas con “ella” —escupí irritada y dejé en clara evidencia mis torcidos celos.
—No estaba con ella. Estaba en el asiento contiguo al tuyo… solo —aclaró tranquilo.
—¡Eso es mentira! —repliqué.
—Me dabas la espalda —prosiguió. ¡Oh, no! Sí que debería haber visto el casi beso.— Luego te pusiste a bailar. Tuve que esperar a que fueras al baño para seguirte…  —sonrió avergonzado.
—¿En serio hiciste eso? —reí extrañada, pero feliz de que lo hubiese hecho.
—De otro modo sería imposible tener tantos detalles ¿no crees? —torció una hermosa sonrisa, acompañada de un tierna mirada.

Aterricé de un momento a otro ¿Cuánto llevaba aquí? ¡Había dejado a Edú botado! De seguro pensó que me había pasado algo.  Gaspar notó mi inquietud.

—Le dije a mi amigo que volvería pronto —él aceptó nada convencido y me ayudó a bajar, pero cuando lo hice, me volví a golpear la rodilla— ¡Auch! —exclamé adolorida, llevándome instintivamente la mano hacia ésta. Me volvió a coger por las caderas para subirme al mesón y con tono preocupado preguntó.
—¿Te hiciste daño? —sus ojos se oscurecieron.
—No es nada. Sólo que esta mañana me he pegado en el mismo lugar y ya tenía un cardenal un poco resentido —aseguré ya menos afligida.

Sin preguntarme cogió mi pierna, causándome una oleada de calor espontánea. La movió levemente hacia la derecha, observando la “hermosa” mancha púrpura en mi piel que ahora parecía una rosa roja.  La acarició sutilmente e inclinó su cuerpo hasta posar sus labios y besarla. Quedé sin aliento y mi corazón comenzó a bombear sangre con tanta rapidez que corría el serio riesgo de estallar. El contacto de sus labios con mi piel había sido tan sublime que por poco enloquezco, pero a su vez, no podía desconocer el curioso nivel de intimidad que existía entre nosotros, si sólo nos conocíamos hace un poco más de una semana.

domingo, 17 de octubre de 2010

Hermandad

Hola queridas amigas!!!

Quiero darles las gracias a quienes visitan mi blog y se han interesado en mi historia. Debo confesarles que es un gran desafío escribir algo tan propio donde se deben inventar mundos, personajes y todo, pero aún así ¡Me encanta! Y lo hago con todo cariño.

Un beso gigante,

Karen


Capítulo VI
Fragmentos del destino

                    

Pasé el fin de semana en las nubes y ¡cómo no! si había besado al chico más apuesto y sensual que conociera Saint Rose… Cada vez que recordaba nuestra intensa sensación de besos, cargados de deseo y pasión se me electrizaba la piel, envarándose hasta el último vello de mi cuerpo. Cerraba los ojos e intentaba recordar la energía de sus caricias y la humedad de su boca ¡Frida tenía razón, besar a un hombre era espectacular!

Podía oír los latidos de mi corazón: seguros, fuertes, comprobando su existencia en esta tierra. Gaspar era indiscutiblemente especial y a pesar de que lo conocía hace tan poco tiempo, podría asegurar que ya era parte de mí, incluso antes de que naciera. No sé de qué modo explicarlo, pero cuando estuvimos juntos fue como si esa fuera una “vez más”. Nos conocíamos a la perfección, más bien parecía un reconocimiento y no una primera experiencia.

El lunes de pura ansiedad desperté antes de las seis de la madrugada, tan sólo la idea de verlo de nuevo me ponía la sangre a hervir en las venas y recorrer mi cuerpo a la velocidad de la luz.  Me di una ducha rápida y cuando apoyé el pie sobre la cerámica para salir, resbalé y mi pierna derecha dio de golpe con la orilla de la bañera.

—¡Auch! —exclamé irritada, me había machacado muy fuerte el contorno de la rodilla. Tomé aire hondo y luego continué hacia mi habitación. Me sobé una vez más y me puse las pantaletas rosadas. De inmediato se me vinieron a la mente las moradas, el viernes había estado con ellas. Imaginé las manos de Gaspar enredadas en el contorno de éstas, para luego bajarlas con delicadeza. Sentí un estremecimiento en mi interior, difícil de describir,  pero muy agradable.

Cogí mi corpiño azul —no había caso, jamás podía coincidir con un conjunto del mismo tono— y saqué la camiseta morada y sobre ella me coloqué una sudadera gris. Me embutí un par de jeans y las zapatillas negras. Cogí la chaqueta del mismo tono y me dejé el pelo mojado. Volví al baño, pero esta vez para maquillarme los ojos con sombras gris oscuro y delinear el contorno negro. Sobre los labios me puse un bálsamo de gloss rojo intenso.

Con el estómago absolutamente compungido caminé hacia el paradero, pero para mi sorpresa antes del autobús del colegio, apareció un pequeño auto rojo: Frida.

—¡Vicky! ¡Sube! —parecía muy alegre.
—¡Hola! —saludé realmente contenta de verla, porque habían empezado a caer gotitas finas desde las nubes del cielo.
—¿Cómo estuvo ese fin de semana? —rió sarcástica.
—Bien, bien ¿por qué? —pregunté curiosa.
Mmmm, no sé, cuéntame tú —miró hacia mi lado a pesar de que iba manejando.
—Por… mi… desaparición —le di una pista, era evidente que ella sospechaba algo.

Asintió con la cabeza.

—¿Y, dónde estuviste? —torció una sonrisa perversa.
—Al final del bosque…
—¿Con quién? —contra preguntó de inmediato.
—Sola —mentí, pero una risita ridícula me echó al agua.
—¿Segura? —enarcó una ceja incrédula.

Escupí una risita cómplice.

—No, la verdad es que estuve con alguien… ¡Pero no se lo debes contar a nadie! —le supliqué acongojada.
—¡Palabra de amiga! —exclamó de inmediato y siguió— ¿Quién sería el afortunado?
—¡Es afortunada! —musite para fastidiarla. Frenó de inmediato y plantó sus ojotes verdes frente a mí, absolutamente descolocados.
—¡Pensé que hablábamos de un chico! —la sonrisa se esfumó de su rostro, endureciendo su expresión. Reí y torcí una mueca.
—¡Tienes razón! Es un él —sonreí.

Frida volvió a su posición inicial y continuó manejando con una risita de satisfacción en los labios.

—Y ¿me dirás quién es? —miró de soslayo.
—Este es un Off de Record —solté una carcajada— Gaspar Custós.
—¿Gaspar Custós? —abrió los ojos sorprendida— ¡Está guapísimo! ¿Y cómo fue? ¡Cuéntamelo todo, Vicky! —exclamó entusiasta y tan feliz como yo.



Ese viernes era la fiesta de inicio de campamento de invierno.  Me maquillé los labios de color carmesí y el borde de los ojos negros con sutiles brillos entre los párpados y las cejas. Acomodé mi cabello, desordenándolo un poco más —ahora algunas mechas me llegaban a la base del cuello, sólo unas cuantas, porque el resto aún se mantenía corto— por supuesto dejé al descubierto el trío de mechas rojas que me había hecho en el asiento de la nuca, simulando la cola de un pavo real.

La velada era formal y los más avezados aprovechaban la oportunidad para lucir hermosos trajes de fiesta. El mío constaba de un vestido gris azulado, tornasol, sin pabilos, un par de dedos sobre la rodilla y aglobado en la parte de la falda. Zapatos negros de charol —de mi madre— y un par de aretes grandes, platinados.

Edú me quería pasar a buscar, pero Frida se interpuso oportunamente. Dominique se iría con Isabel y Miguel, para ella el paraíso y para él, sólo una amiga más…, pero en fin, en nuestro entorno no aplicaba, definitivamente, el dicho “cada oveja con su pareja”.

La noche estaba fría y mi vestimenta no era nada abrigada, pero debía tolerar el frío, quería y debía impresionar a Gaspar, porque irían muchas chicas y cual de todas era más guapa que la otra. Isabel por ejemplo, era la amiga de infancia de Dominique y se destacaba por su curvilínea y esbelta figura, grandes ojos verdes, que derretían a cualquier hombre que osara mirarla un segundo y una tostada y perfecta piel bronceada tipo Hawaiian Tropic. A pesar de que le faltaba estatura, suplía aquella carencia con una osada personalidad.  Debía evitar la mayor cantidad de riesgos posibles, después de todo con Gaspar nos habíamos topado sólo un par de veces en el pasillo de la escuela, pero no tuvimos tiempo para conversar nada más, porque pronto nos rodearon más personas de las que hubiésemos querido o al menos eso creía yo.

El asunto fue tan simple como que el lunes, con la ansiedad ya viva en mi mente, nos encontramos cuando yo salía de la cafetería, tras el primer bloque y él, entraba apresuradamente. Iba solo.

Por poco le planto la mampara de vidrio en la cara, él la detuvo muy veloz y la hizo hacia atrás para, educadamente, cederle el paso a ese desconocido —yo— tan grosero y despistado que le había tirado la puerta encima.

—¡Disculpa! —exclamé en cuanto sentí que pusieron resistencia a la puerta, pero cuando noté que era él, sentí como mi rostro hirvió de vergüenza— ¡Disculpa! —insistí, colocándome a su lado.

Tampoco se había dado cuenta que era yo, pero cuando oyó mi voz levantó la vista y los ojos se le iluminaron hasta moldear ondas en sus intensos ojos calipsos ¡Sí, porque eran de ese tono! A veces parecían variar a azul, celeste e incluso verde, pero ahora que lo observaba con detención y luz, descubrí con fascinación que se trataba de unos maravillosos ojos del color de los mares paradisíacos con destello de grises claros. Sonrió.

—¡Hola! —torció la boca en un gesto sensual, curvando esos deliciosos labios cereza en una media luna invertida. Tenía el cabello miel oscuro y las cejas del mismo color, dándole una textura aún más angelical a su bello rostro. Tragué saliva, quedé media muda. Pronto recordé todo lo que había sucedido con aquel “desconocido”.
—Eeeh…eeeh —respondí tartamuda.

Un empujoncito me sacó del frenesí que evocaba su presencia.

—¡Vamos Vicky! ¡Ya vamos tarde, nuevamente! —Dominique me arrastró de un brazo y no era poco que ella lo hiciera, era lo bastante alta y corpulenta como para arrastrarme, contrastando con sus suave facciones de niña, parecida a una muñeca rusa.

Clavé mis ojos en lo suyos, suplicándole que me perdonara porque todo había sido tan rápido que no había tenido tiempo de reaccionar. Se quedó de pie a un costado del umbral de la puerta, esbozando una sonrisa resignada.

La segunda vez que nos encontramos fue a la salida del colegio. Ya había terminado la jornada y Frida me llevaba de vuelta a la casa. Salíamos del campus y él, por alguna extraña razón venía entrando. Nos miramos fijamente ¡Arg! ¿Por qué no tenía su número de teléfono? Estos encuentros mudos me estaban enloqueciendo.

Finalmente el viernes no nos vimos, pero tenía la esperanza de encontrarme con él en la noche durante la fiesta, por eso es que me esmeré en arreglarme… quería gustarle.  Incluso le había pedido, como nunca, dinero a mi padre para comprarme un vestido nuevo. Él lo había cedido a regañadientes, creo que apelando a su casi inexistente sentimiento de culpa, provocado al abandonarnos por lío de faldas.

La casa central de Saint Rose estaba completamente iluminada, llena de lucecitas pequeñas que enmarcaban el antiguo edificio.  Había antorchas en los alrededores, dándonos la bienvenida en la entrada. Estacionamos y cuando bajé del auto, noté que tenía un cardenal oscuro en la rodilla, fruto del golpe en la bañera que me había dado el lunes.  Tenía una curiosa forma de cruz.

 —¿Traes base? —le pregunté a Frida inquieta.
Mmmmm… ¡Pásame la cartera! —estiré la mano por detrás del asiento y cogí un diminuto estuche negro. Se lo pasé y ella la abrió— tienes suerte de que mi madre aún intente convertirme en una princesa de Disney —soltó una carcajada.
—Gracias, gracias, gracias —tomé el frasco con rapidez a causa del apuro que me provocaba tener una horrenda marca ¡Justo ahora! Apreté la base para extraer el cremoso maquillaje. Unté un buen tanto sobre mi oscuro cardenal— es todo lo que puedo hacer —musité desilusionada, porque en verdad había quedado casi peor.
—¡Estás guapísima, amiga! No deberías preocuparte tanto. Te aseguro que no tendrá ojos para nadie más que no seas tú.
—¡Cuánto quisiera que fuese así! —suspiré nada convencida, la competencia era ardua.
—¡Verás que así es! —sonrió para darme confianza.

En cuanto cerramos las puertas del coche, en medio de la penumbra vislumbré una atlética silueta, seguida de una gran sonrisa que se hizo paso en medio de la oscuridad. Era Edú.  Traía un esmoquin que lo hacía ver muy sensual. A Frida casi se le salieron los ojos de sus órbitas cuando la vio, aunque juraba que ya se le había pasado el amor por él.

—¡Vaya, vaya! ¡Qué suerte tengo de encontrarme con este par de bellezas! —saludó a Frida.
—¡Gracias! —exclamó mi amiga embobada. Luego aprovechó el momento para cogerme por la cintura y besarme muy cerca de la comisura de los labios. Miré a Frida, hizo un gesto de asco que intentó aplacar con una risita. Ella no era doble estándar, pero era evidente que la situación en cuanto se tratara de Edú, le afectaba.
—Tú te ves muy bien —debía reconocer que se veía guapísimo y olía de maravilla.
—Si tú crees… —torció una risita perversa y Frida entornó los ojos.  Nos entregó a cada una, uno de sus brazos para entrar junto con nosotras.
La música estaba fortísima, casi no nos oíamos. Detrás de nosotros aparecieron Dominique, Isabel y Miguel.

—¡Hola chicos! —saludó Miguel, quien miraba en todas direcciones, parecía preocupado por algo.
—¿Pasa algo? —le pregunté en un susurro, aprovechando que estaba a mi lado. Negó con la cabeza, pero no le creí.

De pronto una lúgubre luz dio paso a una silueta ya más que conocida por mí.  Traía un vestido rojo, ceñido hasta decir basta que hacía juego con su cabello rubio rojizo. Le llegaba una cuarta bajo el trasero. Además de medias oscuras de red. En cuanto me vio inclinó el rostro y sonrió, pero sus ojos estaban cargados de maldad.

—Buenas noches, gente —saludó déspotamente hacia mi grupo de amigos y luego clavó esos ojos verdes inquisidores sobre mí— ¿podemos hablar? —enarcó una ceja, mientras Edú la remedaba por detrás. No pude evitar reír, pero tuve que obviar la tirantez espontánea de la comisura de mis labios y morderme el labio para evitar hacerlo.
—¡Qué lástima, gatúbela! —ironizó Miguel— pero justamente un segundo antes de que aparecieras, Vicky había aceptado bailar conmigo —cruzó uno de sus brazos por mi cintura, arrastrándome hacia la pista de baile.
—Más tarde… —le aseguré un poco temerosa. Hizo un gesto con la boca y sonrió, lo que interpreté más como venganza que un gesto de amistad.
—Cómo quieras —moduló con los labios mudos y esos ojos verdes parecieron transformarse en llamas.

Miguel se paró frente a mí y comenzamos a movernos al ritmo de la música. Miré de soslayo para ver si Agata se había ido.

—Ya se fue —me aseguró, extendiendo una sonrisa de triunfo. Elevé la mirada tímidamente y no pude evitar sonreír. Su actitud había sido muy protectora y paternal, me había sentido muy protegida a su lado.
—Gracias —musité aliviada.
—Cuando quieras que se trate de librarte de ella —al mencionarla, por un momento la expresión de su rostro se enfrió. Recordé mi supuesto sueño donde ella me había atacado y Miguel me salvó… quizá había sido una premonición de lo que sucedería hoy, pero curiosamente, era como si Miguel lo supiera también.

Bailamos unas cuantas piezas que me sirvieron para entrar en calor, incluso sentía como una gota de sudor caía a través de mi espalda, empapándome el vestido.

—¿Quieres parar? —preguntó Miguel, siempre con una sonrisa cordial.
—¡Por favor! Sino me derretiré —carcajeé.  Me cogió del brazo y me acompañó hacia los sillones dispuestos para descansar. Sin embargo, en medio del camino se nos cruzó Edú.
—¡Ahora me toca a mí! —acercó su brazo.
—Edú yo no… —espeté derrotada.
—Déjala descansar unos minutos —lo regañó Miguel, pero él estaba ansioso y enarcó una ceja en espera de mi respuesta.
—¡Está bien! —accedí, intentando no defraudarlo una vez más, últimamente sólo habían sido desaires los que Edú había recibido de mi parte. Torció una risita triunfadora.
—¡Estás bellísima! —me murmuró al oído y la expresión de su rostro me mostró una mezcla de deseo y ternura.
—Gracias, Edú —sentí un leve ardor emerger hacia mis mejillas.

La música que tocaban era bastante candente. Me cogió por la cintura y me aferró hacia él. Podía sentir la tibieza dulce de su aliento ¡Cualquier mujer moriría por este modelazo!. Sus labios se acercaron peligrosamente a los míos, no obstante, su cuerpo se continuaba moviendo con una fogosidad embaucadora. Me apretó firmemente con una mano, mientras con la otra, pasaba sus dedos por mi cabello húmedo por la transpiración. Me sentí intimidada, pero no pude detenerlo, no quise hacerlo.

De pronto, como arte de magia pasamos de la música intrínsicamente tropical a electrónico furioso. Especie de rayos, tipo Guerra de las Galaxias, iluminaron la pista de baile. El ritmo cambió y no tuvo más opción que soltarme y yo, de dejar atrás ese cuerpo fibroso y esbelto.

—Ahora sí que necesito sentarme unos minutitos —le rogué compungida, mis pies se reventarían de un momento a otro.
—Está bien —contestó no muy convencido, pero continúo a mi lado— ¿quieres algo para beber? —sus ojos se tintaron traviesos.
—¿Qué hay? —en verdad tenía ganas de vaciar un poco de alcohol a mi cuerpo. Lo necesitaba, sobre todo ahora que me había dado cuenta de con quién bailaba Agata.
—Cerveza, ron y vodka —ofreció como si tuviésemos bar abierto y todo aquel trago fuera lícito.
—Ron —respondí con una risita cómplice. Fue por unos vasos de bebida y en cuanto tomamos un poco, se sentó con las rodillas sobre el sofá y se reclinó con mi vaso y luego con el suyo, por detrás de la butaca.
—¡Ahora, sí! Su pedido señorita Fleursacrée —torció una risita perversa, mientras pronunciaba mi apellido en un francés perfecto.
—¿Dónde tienes las botellas? —le pregunté espantada, porque los profesores hacían rondas de vez en cuando.
—Tú no te preocupes —me guiñó un ojo y se acomodó un poco más cerca de mí de lo que me hubiese gustado.

Di el primer sorbo y luego quedé casi atragantada cuando noté que Agata giraba en torno a Gaspar. Lo estaba seduciendo ¡Sí! Y muy suciamente ¡Arg! Por primera vez creo que la odié. Ella se había convertido una figura maquiavélica, pero sexy, muy sensual ¡demasiado! Faltaba poco para que trajera el látigo e hiciera un espectáculo gratis.

—Veo que Custós se está divirtiendo —buscó mi mirada a propósito. Quedé sin aliento, quise correr y alejarlo de ella, pero parecía demasiado entusiasmado… casi el borde del hipnotismo. No contesté y seguí bebiendo mi fragante trago, antes que la furia me nublara la mente y  me hiciera hacer el ridículo frente a todo Saint Rose.

domingo, 10 de octubre de 2010

Hermandad

Mil gracias por visitar mi blog!!!

(Capítulos anteriores e introducción, están más abajo)
Capítulo V
Perdida



Despertamos del frenesí de besos, cuando los pajaritos comenzaron a piar en la puerta del mausoleo. El aire fresco se coló por la rendija de la puerta, haciéndome temblar de frío. Fue en cambio brusco, porque realmente no había sentido ni una pizca de los estragos que podría habernos causado la gélida noche de invierno. La calidez de su cuerpo me había resguardado la velada entera, pero el amanecer era más potente aún.

Cuando aclaró por fin, descubrí con alegría el detalle de la tersura de su piel blanca, los hermosos ojos que ahora parecían calipsos, llenos de luz, piedad y dulzura; la hermosa sonrisa compuesta por unos envidiables y blancos dientes, enmarcados en los labios más sensuales que había visto en mi vida; además, era dueño de una nariz recta y delgada; una masculina barbilla cuadrada y en la base de su mentón, justo en el límite con el cuello, un marcado lunar café oscuro. Y como si fuera poco, también poseía un dócil cabello castaño claro entrelazado con hebras de brillante tono miel, que le caían desordenadas sobre las orejas y parte de la frente.

Vestía una chaqueta gruesa como las que se usan para la nieve, de un tono azul intenso y bajo ella, se asomaba un capuchón gris. Llevaba pantalones azul petróleo y unas zapatillas muy cool de cuadros blancos con negros.

—Creo que es hora de irnos —me besó la punta de la nariz y torció una sonrisa pícara. Lamió sus labios de modo inconsciente, hipnotizándome. Pude ver su deliciosa lengua rosada por un segundo. Quería devorar de nuevo aquel delicioso fruto maduro, tan empalagoso como un mango caribeño. Me lancé sobre su boca, cruzando los brazos por detrás de su cuello. Él soltó una risita, pero respondió de inmediato.
—Me quiero quedar contigo, Gaspar —gemí entre besos.
—No podemos… debes ir a tu casa —la palabra “casa” me escarmentó de inmediato. ¡Uy, uy, uy! Si mi mamá debía estar hecha un loca. Tenía que haberme tratado de ubicar al colegio y por supuesto, no me iba a encontrar. Allí se darían cuenta que se me había quedado la mochila en la sala de clases y dentro de ella, mi móvil.
—Creo que tienes razón —solté aire, consternada. Él enarcó una ceja.
—¿Estás lista? —continuó. Asentí.

Cogió mi mano entre la suya y salimos por ese bosque frío y lleno de neblina, pero ya claro y más legible. Su mirada se desvió hacia el lado izquierdo e hizo una especie de venia muy disimulada. Observé, se trataba de aquella cruz, donde lo había visto arrodillado la noche anterior y que parecía resaltar en medio del campo santo.

—Gaspar —musité, en tanto caminábamos por las hojas y el césped, mojados— ¿tienes a alguien aquí? —pregunté curiosa. Asintió.
—A unos de los pilares de mi vida —sonrió melancólico, pero del modo en que terminó la frase, dejó en claro que no quería seguir conversando de ese tema.
—¡Ah, claro! —exclamé torpemente, me sentí una intrusa. Él me miró de soslayo y sonrió.

Tras caminar veinte minutos encontramos la salida. La misma reja por donde había entrado la tarde anterior y que durante la tormenta había sido imposible hallar. Caminamos por el bosque por más de una hora y de pronto, a lo lejos, distinguí el patio de la escuela. Había mucho alboroto y dentro de éste, carros de policías ¿Qué estaba pasando? ¿Esto era por mí? ¿Por nosotros? ¡Uf! Ahora si que me esperaba un buen castigo por idiota. Comenzamos a acelerar el paso. Desde aquí podía ver a mi madre y a mi padre con claridad y a los pies de ellos, Rafael. La directora estaba junto a ellos. Un poco más allá estaban Frida, Edú, Miguel, Dominique y ¡Agata!

A pesar del horroroso escenario, sentía una fuerte sensación de valor dentro de mí. Miré a Gaspar y él me guiñó un ojo para impartirme más fuerza.

—Te esperan —sonrió.
—¡Me van a matar! —farfullé mordiéndome el labio inferior.
—Sólo están asustados.  Anda, deben verte —me besó la mejilla, muy cerca de la comisura de los labios y me soltó la mano.
—¿No irás conmigo? —le recriminé, alarmada.
—Dudo que les dé una buena impresión verte apareciendo en la mañana, entre los árboles, con un chico desconocido —intentó tranquilizarme. Inspiré profundo, por un momento pensé que se avergonzaba de mí, pero pronto comprendí que tenía razón.
—Creo que tienes razón —en respuesta enarcó ambas cejas, sarcástico— obvio que la tienes  —solté una risita estúpida.

Caminé hacia ellos contra mi voluntad, porque lo único que quería en ese instante era quedarme junto a Gaspar. Rafael me vio de inmediato.

—¡Vickyyyyyyyyyyyy! —aulló con su vocecita infantil e iluminó de par en par sus grandes ojazos negros con forma de almendra. Mis padres se voltearon y Rafa se soltó de la mano de mi madre para correr hacia mí. Me abrazó por la cintura— sabía que estarías bien. Él te cuida siempre —espetó con la carita hacia atrás, el mentón pegado en mi vientre y los brazos cruzados por mi cintura.
—¿De quién hablas? —pregunté descolocada.
—Del chico de… —continuó, pero mi madre llegó tras él y me dio un gran abrazo, ahogando las palabras de mi hermano.
—¿Dónde estabas, Vicky? —lloriqueó ella con las manos temblorosas y un cigarrillo en la mano.
—Me perdí en el bosque —anuncié.

Me rodearon mi papá, la señora Röshberg y los chicos.

—Siempre se les ha advertido que el bosque es muy peligro, Victoria —me reprendió la directora, fulminándome con esos ojos grises de buitre carroñero.
—¿Qué te pasó, Vicky? —farfulló Edú, ansioso.
—Estoy bien —dije para calmarlos.
—Pensé que no te vería nunca más, hija —mi madre pasó sus brazos por mi espalda nuevamente— cómo además la señora Röshberg me contó que estabas enferma…
—¿Segura que estás bien, Vicky? —agregó Miguel.
—Claro que está bien —contestó Frida por mí— ¡Mírala! —exclamó orgullosa, con una risita en los labios, como si hubiese sabido lo que me había sucedido durante la noche.
—Por supuesto que sí —bufó irónico Edú. Miró vigilante hacia los árboles, intensificando la mirada, como si supiera de la presencia de Gaspar. Clavó sus ojos en mí con algo de resentimiento y se retiró de nuestro lado, justamente hacia el bosque.

Frida cruzó una mirada de complicidad con Miguel y Dominique me arrulló entre sus brazos, mientras susurraba en mi oído.

—Me alegro que estés bien, amiga —agregó sinceramente. En cambio Agata, se quedó a un metro del grupo, me dirigió una mirada cargada de odio y se alejó. Quise seguirla para darle alguna explicación, pero Frida me detuvo.
—¡Déjala! No tienes porqué darle explicaciones —la expresión de su rostro se endureció, pero luego sonrió para dulcificarla. La dejé ir sin dejar de sentirme culpable.

¿Cómo le revelaría todo esto a Agata? ¡No entendería! Probablemente se iba a sentir traicionada. Me preocupaba por ella, incluso a pesar de que andaba muy extraña de un tiempo a esta parte. Desapareció sin previo aviso, no me llamaba y al parecer, tampoco le interesaba saber de mí, hasta ahora, claro.

De pronto se acercó un señor gordito, de bigotes y mirada chocolate muy cálida. Era el jefe de policías.

—Señorita Fleursacrée —se envaró frente a mí con un cuaderno y un lápiz— según el procedimiento, debemos llevarla al hospital para constatar que esté usted efectivamente bien —aseguró bajo la gorra con un poco de suspicacia.
—Estoy bien, se lo aseguro. No es necesario —reclamé.
—Debemos llevarla y tomar su declaración —¡Mierda! ¿Qué les diría? “Me quedé dormida y luego estuve con el chico nuevo besándome durante toda la noche dentro de un mausoleo” ¡Arg! De seguro buscarían a Gaspar y lo interrogarían y luego, se enteraría todo el colegio y él no me hablaría nunca más en la vida. Asentí no tenía opción.

Me llevaron en el carro de policía, sin baliza para mi tranquilidad, salvando de este modo mi dignidad durante lo que quedaba de año. Ya suficiente trabajo en contra había hecho ayer con ponerme a llorar como una nena dentro del aula y sin ninguna razón lógica, ni siquiera para mí.

Mi mamá me acompañaba en la parte trasera del automóvil estatal, en cambio Rafael se había ido con papá en su carro. Mi mamá me tenía cogida la mano. Yo me sentía fatal, muy avergonzada, ya no estaba en edad como para que mi mamá me llevara de la mano, pero al mismo tiempo entendía que la noche anterior debía haber sido fatal para ella, pensando que quizá me encontrarían descuartizada o simplemente violada por un psicópata suelto. Le sonreí tímidamente.

—Me alegro mucho que estés bien, hija —me miró y sonrió, iluminando su rostro cargado de dolor, creo que aún no procesaba sus emociones.

A pesar de que apenas nos conocíamos con Gaspar —menos de veinticuatro horas— nuestro encuentro había sido muy intenso, fogoso y pasional. Difícil de explicar, pero muy fácil de vivir. Había pasado de la tristeza más grande hacia la gloria sin ninguna escala de neutralidad. Gaspar tenía una energía distinta, desbordaba calor, dulzura, inteligencia, seguridad y deseo ¡Él sería mío a como de lugar! Lo necesitaba junto a mí de ahora y para siempre.

domingo, 3 de octubre de 2010

Hermandad

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(Introducción, Capítulos I, II y III, más abajo)
Capítulo IV
Un par de desconocidos




Intenté darle vida a un castillo ¡Pero, horror! Sí mi dibujo era realmente macabro, sucio y sin forma alguna. Sentí frustración, por más que intentaba mejorar en artes era imposible ¡inalcanzable! El garabato frente a mis ojos era tan feo que de pura rabia le hice un par de rayas con fuerza. Marqué tanto el papel que estuvo a punto de romperse. Tiré el lápiz sobre la mesa y me recliné en la silla, absolutamente frustrada.

Sentí escozor en los ojos y un duro e intenso nudo posarse sobre mi garganta. Quería llorar, ¡Sí, quería hacerlo! Por una estúpida razón que desconocía, después de todo, esto no podía ser fruto de un dibujo contrahecho.

Elevé los ojos sobre las cabezas del curso, nadie se había percatado de mi arrebato, excepto por Gaspar. Tenía su mirada, de un azul intenso, clavada sobre mí. Sus ojos parecían titilar, como si de un momento a otro fuera a estallar en lágrimas, pero ¡Qué idiota! Pedazo de tonta en que me había convertido, ¿Por qué tendría que sentirse agobiado o apenado si venía recién llegando?

Le sostuve la mirada por unos segundos y me sorprendí a mí misma con el pecho elevándose con rapidez a causa de la respiración agitada. El nudo de mi garganta se había desvanecido, pero en su lugar había dejado un mar de lágrimas sobre mi rostro. Sentí tristeza… una inmensa y desconocida nostalgia; sentí amor, pero también la indestructible sensación de abandono y traición. Mis manos temblaban y sudaban frío. Todo a mi alrededor se volvió oscuro y denso, como si estuviese viendo a través de la una espesa neblina.

Me levanté estrepitosamente del banco y chocando de un lado a otro di con la puerta. A esas alturas estaba ahogada y con gran dificultad giré la manilla para escapar de ese frío infierno.  Corrí hacia el baño de mujeres, a través de los pasillos blancos, plagados de lockers a los alrededores. Lloré con angustia una y otra vez. Ni siquiera yo sabía porque un mar de desolación se había apoderado de mis sentimientos a tal magnitud que sentí morir.

La imagen de aquel muchacho nuevo se me vino una seguidilla de veces a la mente. Esa mirada cargada de una súplica infinita e irracional. Aunque no lo conocía, deseaba abrazarlo con todas mis fuerzas. Quería que me cubriera de besos y me acariciara el cabello ¡Cómo si alguna vez eso hubiese sido real! ¡Qué tonta! Sin embargo, había una barrera invisible que nos separaba, era como mirarse a través de un vidrio, sin poder tocarse ni hablar con naturalidad.

Me senté sobre el suelo a un costado de la taza de baño, arrullé mis rodillas entre los brazos y hundí la cabeza entre las piernas. Mi cuerpo se sacudía a raíz de un sufrimiento desconocido.

Unos pasos gráciles y delicados se asomaron por debajo del cubículo que ocupaba yo en ese momento.

—¡Vicky! ¡Vicky! ¿Estás ahí? —agregó una melódica voz, tan fraternal como tranquilizadora. Sin embargo, no quise contestar. Continuó— ¡Amiga, amiga! ¿Te sientes bien? —siguió y sin que me diera cuenta, la puerta de fino metal estaba entreabierta y en medio de la ranura, vislumbré unos intensos ojos verdes celestosos. Era Frida.
—Estoy bien —mentí.
—No es lo que parece, pequeña —empujó un poquito más el panel y entró en mi cabina. Se arrodilló a mi lado y me cogió el mentón entre sus manos. Ella, por alguna extraña razón, sabía lo que me sucedía— sino me lo quieres contar ¡No importa! Pero quiero que siempre sepas que estaré aquí para ayudarte. Secó una de mis lágrimas con sus suaves y frágiles dedos de mujer menuda.

A veces era un misterio cómo una persona, aunque de apariencia pequeña y enjuta, puede traspasar tanta fuerza y  seguridad. Era irracional, sin embargo, real y palpable.

Me puse de pie con la ayuda de mi amiga. Ambas nos acercamos al lavabo y ella abrió la llave para que me lavara el rostro. Miré a la muchacha frente al espejo, tenía la nariz roja y la piel hinchada por el llanto.

—Creo que es mejor que me vaya a la casa. No quiero que me vean así —sonreí avergonzada— aunque pensándolo bien ¡Di tremendo espectáculo en medio de la clase! De seguro están cuchicheando… —miré triste hacia el suelo. Frida soltó una carcajadita.
—¡Dime porqué no lo hacen! —exclamó divertida— pero date por satisfecha ¡Les entretuviste el día! —abrió la puerta para indicarme que saliera.
—Gracias por todo, Frida —sonreí y ella curvó sus labios rosados hacia arriba.
—¡Para qué están las amigas! —pasó su brazo, sutilmente por mis hombros y me dio un abracito para contagiarme parte de su entusiasmo.

Me acompañó a la secretaría. La señora Lütjen, una mujer de mediana edad y cabello rubio intenso, me miró a través de los anteojos. Había interrumpido su lectura.

—¿Qué sucede chicas? —cerró el libro de más de mil páginas.
—Victoria se siente descompuesta y quiere irse a casa —nuestra interlocutora se paró, subió los anteojos sobre la cabeza y examinó con los ojos entrecerrados.
—¿Estuviste llorando? —me preguntó bruscamente.
—¡No! —mentí.
—Bueno, sí —irrumpió Frida— le dolía tanto la cabeza que de dolor comenzó a llorar. La señora Lütjen asintió nada convencida. Ella a veces parecía vivir en otro mundo, pero cuando llegaba a tierra era muy certera en sus apreciaciones.
—Llamaré a tus padres… —aseveró, mientras cogía el teléfono.
—¡No están en casa! —agregué de inmediato.
—Entonces… no puedo dejarte ir —decretó, en tanto volvía el auricular a su lugar.
—¡Me siento mal! —insistí. La verdad no quería volver a clases por ningún motivo. No estaba de ánimos para ver como se reían de mí.
—Si quieres te puedes quedar en la biblioteca o salir a tomar aire, pero dentro del recinto escolar —dije que sí con la cabeza.
—Gracias… —respondí resignada.

Salimos de la oficina y ella me acompañó hasta el patio exterior, donde comenzaba el bosque.

—Tengo que volver a clases —hizo un mohín de disculpa.
—¡Claro! —asentí sin muchas ganas de que se fuera de mi lado.

Frida desapareció al doblar por el pasillo que conducía a las aulas. Inspiré hondo. Miré el cielo. Estaba despejado y un celeste tímido se asomaba por detrás de unos nubarrones blancos. Di un paso y el blando suelo crujió ante mi pisada. Era un espeso bosque con grandes árboles milenarios y a medida que avanzaba, cada vez se acercaban más unos con otros.

De fondo un camino abandonado indicaba el inicio de un antiguo cementerio. Una gran reja de fierro, de más de tres metros de alto, estaba media abierta. Al entrar, un par de ángeles  daban la bienvenida. Eran estoicos y soberbios, nada parecido a la concepción puritana de la realidad. Un árbol de grandes ramas cubría el principal mausoleo ¿tantos años viniendo a este colegio y jamás me enteré que había un campo santo cerca? Un escalofríos me recorrió el cuerpo, pero la curiosidad ganó.

A mi derecha un ángel de mármol blanco parecía sollozar sobre un baúl, dejando caer sus brazos y el rostro sobre la base de éste. Se parecía mucho al dibujo de Frida. Me acerqué para limpiar las letras ocultas bajo la tierra.

Eximius

Como desconocía del todo el latín, intenté retener aquella palabra para buscarla más tarde. Giré hacia mi derecha y noté que tras un arbusto espeso se escondía una cruz de malta. Su base y estructura era de la misma piedra blanca. Una fuerza magnética me arrastró hacia ella y sin siquiera pensarlo, mis dedos ya acariciaban los idénticos cuatro lados de las redondeadas puntas.

El sol había entibiado el día y por alguna desconocida razón me sentí muy cómoda en aquel lugar, que de seguro sería tétrico para cualquier persona normal. Fui al lado de una lápida con una inscripción borrosa y me dejé caer sobre el musgo suave y la cama de hojas húmedas. Sin notarlo me sumí en un intenso y placentero sueño.



Tenía sed, mucha sed y mis labios estaban partidos por la resequedad.  Miré hacia arriba y un gran estanque, lleno de agua se ubicaba imponente sobre una torre de más de cuatro metros, sin escalera. Pero para calmar mi ansiedad, noté que del otro lado de los pilares de madera, caían unas gotitas de agua. Di dos pasos y me arrodillé sobre una fina cascada que caía desde las alturas. El estanque tenía una pequeña fisura y por ahí se filtraba el agua dulce y vital.  Intermitentes gotas acariciaban mis labios, pero yo quería más, no era suficiente. De pronto, la grieta comenzó a crecer y crecer, hasta partir la copa de agua en dos pedazos y ¡Plum! Un océano se derrumbó sobre mi cabeza, empapándome hasta la médula de los huesos.



Desperté con una fuerte tormenta. En un principio me costó reconocer que se había tratado de un sueño, sin embargo, esa sensación de que me tiraban agua en baldes provenía de la lluvia que me había dejado estilando.  Me levanté somnolienta, pero por más que busqué el lugar por donde salir fue imposible encontrarlo. Opté por refugiarme al alero de un mausoleo, en espera de que la agresiva tormenta cesara.

Esperé y esperé y comenzó a anochecer. Tenía frío y hambre. De un momento a otro vislumbré una delgada silueta caminar en medio de los árboles y las tumbas.  Llevaba un impermeable con capuchón. Se arrodilló frente a la imagen de la cruz, detrás de un arbusto. Inclinó la cabeza, parecía orar o pedir perdón. Se mantenía sereno, inmutable, concentrado. Lo observé por un cuarto de hora o más.

Un relámpago iluminó el cielo y la atlética figura se puso de pie en un respingo. Su intensa mirada me intimidó y giré, intentando encontrar la salida de aquel laberinto oscuro como boca de lobo. Di un par de vueltas en círculo, hasta encontrarme de frente con él.

Era alto y expelía un olor dulzón, empalagoso y embriagador. Sus ojos celestes me traspasaron el cuerpo hasta el abismo de mi alma. Mis piernas se debilitaron y la vista comenzó a nublárseme.

—Es peligroso que andes tan tarde sola —aseguró mientras torcía la comisura de sus labios color cereza, en la sonrisa más bella que hubiese visto jamás.

Mi corazón comenzó a brincar acelerado. Tragué saliva sorprendida, incómoda y feliz, ¿Qué hacia Gaspar en el cementerio si era un recién llegado en la ciudad?

—¿Qué haces tú por estos lados? —reclamé con una risita involuntaria— de todos los años que vivo aquí, hoy es primera vez que sé de este lugar.
—Quizá el destino me trajo para acá… —hizo un sincero mohín con la boca.
—¡Vaya lugar al que te ha mandado! —musité extrañada.
—Es un lindo “parque” —espetó divertido— ¿no lo crees? —se puso serio.
—Bueno… —miré a mi alrededor. Podía ver poco y  nada, estaba todo negro— de día, la verdad, sí.

La lluvia nos seguía golpeando con fiereza. Me cogió de la mano con toda la naturalidad del mundo y me arrastró bajo el techito del mismo mausoleo que me había resguardado hace sólo minutos.

Ahora un trueno y un relámpago juntos, iluminaron e hicieron estallar el campo santo de una vez. Rápidamente se sacó el impermeable.

—Debes ponértelo. Está lloviendo demasiado —susurró convencido.
—¡Es tuyo! —reclamé.
—Da igual, eres tú quien está tan mojada como para coger una neumonía —frunció el ceño y me plantó el plástico amarillo sobre los hombros— ahora sí podemos salir de aquí —esbozó una sensual sonrisa torcida.

El pulso se me disparó hasta las nubes, de tal modo, que llegué a sentir un abrasador calor recorriéndome cada célula del cuerpo. Me cogió la mano y entrelazó sus dedos en los míos. Quedé sin aliento, la  tibieza de su piel me mantenía al borde de los estribos. Dimos más de diez vueltas en círculos, pero no hallamos la salida. Él, parecía incluso más nervioso que yo.

—Tendremos que esperar hasta que aclare —me suplicó con la mirada. Asentí sin problemas ni remordimientos. Me sentía increíblemente cómoda junto a él, una sensación totalmente contrapuesta a la de esta mañana. Quería que jamás terminara de llover, sólo para quedarme junto a él.
—Está bien, Gaspar —respondí muy natural. Se giró con los ojos cargados de luminosidad, mientras asomaba sus dientes de mármol para sonreírme.
—¡Te acordaste de mi nombre! —soltó con una alegría exagerada para un acontecimiento tan banal.
—La señorita Torres te presentó esta mañana —le recordé.
—Sí, lo recuerdo, pero como desapareciste… —su mirada se ensombreció, opacándole la mirada e inundándola de nostalgia.
—No me sentía bien —respondí, aclarándome la garganta.

Tenía una mirada dulce y acogedora ¡Era divino! De seguro que cuando lo hicieron no escatimaron en dones y atributos. Me ruboricé ante mis pensamientos. Él me dedicó una mirada de soslayo. Sonreí.

Caminamos hacia otro mausoleo, aún más grande que el anterior. La reja, aparentemente cerrada, se abrió al primer tirón.

—No es precisamente un hotel cinco estrellas, pero al menos nos protegerá del frío y la lluvia —asentí, no importaba donde estuviera, si era con él. Entramos y un fuerte olor a encierro me embargó la nariz, hasta bajar por la lengua, dejándome un gusto amargo en el paladar
—¡Puaj! —exclamé instintivamente. Él continuó limpiando el lugar con esas manos pálidas con nudillos rosados, de tamaño y grosor perfectos, mientras yo mantenía vigente la llamita de un encendedor que él me había pasado al entrar al mausoleo. Me señaló un lugar con la mano. Me senté y él me siguió.

Nos apoyamos contra un muro con letras grabadas ¡Era mejor no pensar de qué se trataba realmente aquel refugio! Además, estaba oscuro y frío, pero más templado que afuera.

Gaspar se puso de un modo tal que su hombro hizo de almohada, la mejor que hubiese probado en la vida. Me cobijé en la humedad de su cuerpo mojado y tibio, hasta dormirme, pero antes añadió.

—Creo que mañana tendrás que dar una buena explicación por tu desaparición de esta noche —susurró con su aliento tibio sobre mi oído.
—S..sí —contesté para mí misma. Sonrió y reclinó ese bello rostro contra la fría pared.

Abrí los ojos y  lo vi dormir, parecía un ángel, con finos rasgos plácidos y varoniles, el cabello castaño desordenado y medio húmedo en las puntas, acompañados de una respiración acompasada… se convertía en la postal más maravillosa de la que hubiese podido disfrutar. Tenía un níveo y esbelto cuello, seguido de una definida mandíbula cuadrada.

Cerré los ojos y me dejé llevar por el agradable aroma, mezcla de bosque y testosteronas. Recordé las palabras de Frida sobre besar a un hombre y eso fue suficiente como para dejarme llevar por mis instintos.

Inspiré profundamente para extasiarme de ese aroma que curiosamente me resultaba familiar. Estiré el cuello hasta que mi nariz quedó en la base de su mentón. Estaba oscuro, pero sin embargo por una pequeña ranura a la altura del techo, se colaba un hilo de luz color plata, otorgándole un aspecto poco terrenal, mucho más parecido a una deidad que a un humano corriente.

Gimió levemente y sacudió la cabeza. Abrió los ojos y se quedó mirándome fijamente. Quedé sin aliento por unos segundos y cuando lo comencé a recuperar, mi corazón bombeó con tanta rapidez, que el bullicio se hizo evidente y aún peor, podía oír como provocaba un eco en ese espacio frío.

Giró el mentón un par de centímetros hacia mi rostro y lo inclinó levemente. Sus labios de un intenso rojo carmesí quedaron por sobre los míos. Podía hastiarme de su delicioso aliento. De aquella boca brotaban oleadas de calor.

Cogió mi barbilla con su mano libre y me acercó aún más hacia él y nuestras bocas se unieron como dos imanes. La tersura de su piel me hizo estremecer de emoción. El entreabrió mi boca con un toque sutil, succionando sensualmente mi labio superior ¡Oh, vaya! ¡Qué delicia! El tiempo se detuvo y sólo me deje llevar por la sincronía de nuestras lenguas que danzaban en un rito sagrado.

Elevé mi brazo hasta alcanzar sus finos cabellos con una de mis manos. Enterré mis dedos en sus hebras de terciopelo color miel y en respuesta, él me besó el contorno de las mejillas hasta la base de mi quijada y descendió con besitos hasta recorrer toda la piel de mi cuello, haciendo vibrar cada una de mis terminaciones nerviosas.

Arrulló mi cabello con deseo, mientras con la otra mano me aferraba más hacia él, cruzando su brazo por detrás de mi cintura. ¡Frida tenía razón! ¡Esto era cien mil veces mejor que besar a una mujer! Era encontrar el complemento perfecto, la pieza que faltaba al rompecabezas. Sentirlo junto a mí era la complicidad más placentera que había experimentado en mis diecisiete años.

Todo iba muy bien, pero esto se estaba subiendo de tono a pasos agigantados… no es que fuera mojigata ni quisiera llegar virgen al matrimonio, pero considerando la velocidad de con que se estaban suscitando los hechos, era mejor detenerse ahora, porque unos minutos después sería demasiado tarde.

—¡Para, Gaspar, para! —lo hice hacia atrás, empujándole desde el centro del pecho. Insistió por una milésima de segundos, pero luego se reclinó sobre la pared y cerró los ojos, inspirando hondo.
—¡Perdona! —continuaba con los ojos cerrados. Tenía los labios juntos en una línea.
—¿Gaspar? —lo llamé para que me mirara.

Abrió los ojos y una infinita dulzura se apoderó de su cálida mirada azul intensa.

—¡De verdad, perdona! No debí haberme dejado llevar por las circunstancias —se deshizo en súplicas.

Lo quedé mirando consternada, realmente adoraba su compañía y temía que mi reacción lo hiciera dar pie atrás. Tan sólo quería detenerme para no traspasar el límite imaginario de mis valores algo trastocados, pero si el continuaba insistiendo, cedería sin tapujos. Hasta hoy no había conocido esa pasión en mí. Una fuerza intensa y poderosa capaz de derrocar hasta el más intrínseco de mis pensamientos y miedos.

—No debes disculparte… también fue mi culpa —sonreí avergonzada, notaba como hervían mis mejillas. A pesar de que había casi nada de luz para notar mi rubor, el contacto profuso de la palma de su mano con mi rostro, fue suficiente para que se diera cuenta de mi incomodidad.
—No sientas vergüenza, por favor… —suplicó la voz dulce, en tanto acariciaba mis mejillas. El calor empeoró, pero está vez se expandió por cada una de mis venas hasta abordarme el cuerpo entero.  Enmarañó sus dedos en medio de mi cabello hasta alcanzarme la nuca. Lentamente me atrajo hacia él. El hilo de luminosidad daba directo a sus labios rojos, encendidos de un cereza intenso. Acercó su boca hacia la mía, quedando debajo de un foco platinado de luz natural. Cerró los ojos. Mi estomago se comprimió, como si millones de mariposas revolotearan en él. Tragué saliva y me deleité con sus finos rasgos caucásicos y las hermosas y tupidas pestañas, perfecta y varonilmente ondeadas.
Entreabrió mis labios hasta que nuestras lenguas se encontraron nuevamente. Sabía de maravilla, era una mezcla de miel dulce, frambuesas frescas y hormonas húmedas e intensas. Nos continuamos besando hasta el amanecer, aunque sólo nos mantuvimos en la línea de los besos. Por mí hubiese dado el gran paso esa misma noche