Para quienes se animen a leer mi “cuentito” es una historia que tuve que hacer para mi ramo de Periodismo Narrativo.
¡Qué lo disfruten!
Advertencia: recomendado para personas con criterio “formado” (para que no crean que es un ejemplo a seguir ¡cueck!, aunque experiencias así pasan casi a diario ¿o no?)
Ángel guardián, ¿dulce compañía?
Esa noche, la noche del 12 de septiembre, sería la velada que marcaría un antes y un después. La inocencia quedaría atrás para abrir los ojos a la realidad perversa de los mayores. El paso lo daría a mis cortos catorce años.
La tarde había estado fría y, al ponerse la luna, también llegó una densa neblina que cubrió la noche y los pocos metros delante de nosotras.
La “Ale” mi prima una año mayor que yo, era la pieza indispensable en cuanto carrete existía. Admirada por muchos, codiciada por todos, era una belleza despampanante: piel blanca, ojos almendrados y labios rojos y gruesos, buena estatura, contextura delgada, pero de contorneadas piernas y bondadosas caderas; cabello ondulado hasta poco más arriba de la cintura y de risa fácil —quizá ese era su defecto, se reía demasiado—.
Al salir de mi casa, bajo la custodia rígida y casi nazista de mi abuelo materno, y a costa de algunas mentirillas y ruegos de por medio, logré irme donde mi prima, más conocida como la “Crazy Villar”. Cerca de las diez nos pasaron a buscar dos de sus amigos, en ese entonces, en un Toyota Tercel rojo, con su conductor Cristián y el copiloto, Marcelo.
Ambos chicos eran guapetones, había que reconocerlo. El primero de cabello castaño claro, lacio y desordenado, facciones finas y un gran sentido del humor. El segundo, un poco más reservado y puede que también un tanto más moralista, de piel mate, hermosa nariz respingona y unas largas y onduladas pestañas café.
La música sonaba fuerte en el Tercel. Mi prima pasó al asiento del copiloto y yo, tímidamente, me situé en el lado trasero del auto, junto al segundo de los chicos. De pronto, como por arte de magia apareció una botella de pisco de etiqueta azul y otra de Coca-Cola. Y obvio, unos cuantos vasos plásticos.
Todos bebieron menos yo.
—¡Ya po’! ¡No seas perna! —me instó mi prima con una sonrisa avergonzada, mientras su compañero de viaje le susurraba algo al oído.
Hacía un frío de temer, tan intenso como si el infierno fuera de hielo. Sin embargo, no bebí, no por perna, sino porque no acostumbraba a hacerlo.
—¡Qué fome que erí! —continuó mi prima, mientras el chico mantenía sus labios muy cerca de su cuello y ella se retorcía un tanto coquetona ante sus insinuaciones.
—¡Ya, no sean hostigosos! Si no quiere tomar que no lo haga. Da igual —irrumpió Marcelo, el amigo más serio y sensato. Respiré en paz.
Retomamos el camino a la casa del “Chago” un chico que no conocía, pero el dueño de casa y amigo de los amigos de mi prima. Allá llegamos.
Al entrar vi a un grupo de chicos —casi no había más mujeres— excepto un par mayor que nosotras que nos miraron con cara de “¡Y éstas de donde salieron!” y el sinfín de amigos de mi prima. Ella se encontró con Carlos y Cristián pasó a la historia, nada de contento por supuesto.
Me quedé en un rincón observando a ese grupo que bebía y fumaba sin parar. Yo estaba en el living, sentada en el borde de un sillón de tres cuerpos, esperando a la “Ale” que se había esfumado a lo David Copperfield.
Había mucho humo de cigarro y bastante frío que se colaba por la puerta principal abierta de par en par. Al parecer los padres del dueño de casa no existían. Yo seguía sola en un sillón, medio arrepentida de haber hecho tanto esfuerzo por salir, hasta que de pronto volvió mi prima, sin pintura en los labios y el famoso “Carlos” de la mano.
—¿A qué hora nos vamos? —le murmuré al oído para que su amigo casual no lo notara y no se burlara de lo perna que era yo.
—Recién llegamos —rió, al borde de ridiculizarme— espera—. Dio media vuelta y desapareció en lo que parecía camino a la cocina. Volvió con un vaso y una ¿Sprite?
— ¿Qué es? —pregunté arrugando la nariz al notar el hedor a alcohol en el brebaje.
—¡Pruébalo, ya! —continuó.
La miré poco convencida, pero me decidí a darle un sorbo y ¡sorpresa! No era ni el cuarto de malo de lo que pensaba. La miré dubitativa y ella rió.
— ¿Y? —preguntó.
—Nada mal —respondí.
—Tómatelo y si no se te pasa el frío, nos vamos —musitó con cierta malicia en los ojos. Asentí.
Di otro trago, ahora más grande, y mi prima y su amigo rieron. Luego me bebí el vaso completo, mientras oía de fondo “Vilma Palma y los vampiros”. Un chico, bastante mayor que yo, incluso bordeando los treinta, se sentó en el bergier contiguo al sofá. Parecía simpático, nada más que eso. Alto, más que fornido, más bien regordete, pelo medio rubio, con barba incipiente un tanto más clara y galante, muy amable.
—Hola, ¿Así que tú eres la prima de la “Ale”? —rió, torciendo el rostro levemente hacia la izquierda. Podía notar su silueta que contrastaba con un potente foco de la calle que traspasaba la luz hacia la casa porque la de adentro la mantenían apagada.
—Sí —fue todo lo que dije. De pronto, muy atentamente, descubrió, quizá por casualidad, que me había bebido toda la pisblanca.
—¿Otra? —ofreció exponiendo una gran fila de dientes albos y radiantes.
—Bueno —le sonreí, agradeciendo su delicada atención.
Volvió con otro vaso, igualito al que me había traído mi prima. Lo tomé, mientras conversábamos. Se llamaba Pancho y era amigo de Cristián.
—¿Qué haces? —le pregunté. Se notaba un poco mayor, incluso como para ir a la universidad y ni hablar del colegio.
—Trabajo…
— ¿En serio? ¿En qué?
—Soy publicista, trabajo en una agencia… y bueno, también tengo una productora que organiza fiestas…
—¡Guau! ¡Qué buena! —me sorprendió su simpatía y cordialidad para conversar, justamente, con la más pequeña de la fiesta.
Continuamos hablando. La conversación parecía cada vez más entretenida y ya no sentía frío. El ambiente parecía más alegre y todo el mundo, de pronto, se puso de lo más agradable. Miré el vaso vacío en medio de mis manos. El hombre más amable de la noche, lo notó y obvio ofreció más, siempre con una sonrisa en los labios.
— ¿Otro?
—Sí, gracias.
—Ven, acompáñame a la cocina porque ahí está todo —se puso de pie y me señaló el camino para que lo siguiera. Pasamos el living, luego un pequeño hall y al fondo había una puerta entreabierta.
Abrió y sí, efectivamente, entramos a una gran cocina, con una mesa de diario en el fondo y varios muebles blancos por los lados. Por una ventana superior se colaba la misma luz brillante y fría del living. Pancho tomó mi vaso, cogió la botella de etiqueta roja y líquido transparente.
—Tú dime cuánto —sonrió. Era tan amable que a estas alturas se había convertido en mi verdadero ángel salvador durante la noche. Vertió la botella y el líquido comenzó a rebotar contra el fondo del recipiente… Gló, gló, gló, gló.— ¿Está bien ahí? —me indicó la medida con una sonrisa. El pisco llegaba a la mitad del vaso y no tenía hielo.
—Un poco más…
Continuó echando el líquido sobre el vaso.
—¿Ahí está bien? —siguió. Ahora se había llenado tres cuartos.
—Creo que sí, gracias —estiré el brazo para alcanzar mi vaso, pero él antes de devolvérmelo, sonrió.
—¡Le falta la bebida! —exclamó. Buscó la Sprite y llenó de líquido hasta el borde. Comencé a beberlo. Él me observaba con paciencia.
—¿Quieres conocer el patio?
—¿Sabes dónde está la “Ale”? —contra pregunté.
—Mmm, creo que está afuera.
Lo seguí. Era un sitio amplio con bastante césped escarchado. Caminamos bordeando la casa hasta llegar a una terraza cubierta por una parra. Pancho me indicó una silla y fue en busca de una segunda para él. Eran de esas altas, tipo de barra de bar.
Quedamos frente a frente. Él continuaba hablando y sonreía cada vez más. De pronto le dejé de tomar atención. El mundo daba vueltas sobre mí y con mucho esfuerzo me podía mantener sentada. A lo lejos oía su voz.
—¿Cuántos años tienes?
—Catorce —respondí con dificultad.
— ¿Te habían dicho que pareces de diecisiete? —continuó.
Iba a responderle que sí, pero una arcada gigante me comenzó en la boca del estómago, siguió por el esófago hasta desencadenarse en un acuoso vómito en frente de mi interlocutor, perdón encima de él.
—¡Lo sie…! —traté de decir, pero la oleada gigante de expulsión estomacal siguió derramándose. Lo único que noté fue que voló hacia el costado y luego fue a mi lado para que no cayera, del todo, desde la silla.
Noté que alguien venía, pero no me importó. Era otro chico.
—¡Llama a la “Ale” por favor…! —medio gruñó. Oí una risita de fondo y un par de improperios de la boca de mi ángel guardián.
A poco andar escuché la risita particular de mi prima y otra más grave de su amigo. Pasé mi brazo por encima del hombro de alguien, antes de seguir vomitando.
Abrí los ojos y noté que alguien me limpiaba el cabello con delicadeza, en tanto yo me mantenía recostada sobre algo que no tenía certeza si era cama o sofá.
— ¿Carlos? —pregunté y el chico al otro lado soltó una risita dulce.
—Conociéndolo —volvió a reír— ¿Tú crees que él estaría haciendo esto?
Con la primera y mayor borrachera de mi vida igual podía darme cuenta que ese amigo de mi prima era tan escrupuloso que se alarmaba hasta si le tiraban agua desde una poza de lluvia. Hice un esfuerzo sobrehumano para concentrarme en la figura sentada frente mío.
— ¿Marcelo? —continué con la adivinanza.
—Sí —sonrió sincero—. ¿Crees que te puedas poner de pie? Ya nos vamos. Tu prima fue a buscar tu chaqueta. En cuanto vuelva las iremos a dejar.
—Gracias —musité cerrando los ojos, era casi imposible mantenerlos abiertos.
Mientras medio caminaba hacia una camioneta roja, mantenía los párpados pegados porque la luz del maldito foco me producía aún más arcadas. Acomodé mi cabeza en el hombro de alguien. Al llegar, penosamente necesité de asistencia para descender del auto y entrar en la casa de mi prima.
Caí como un saco de cemento sobre la cama, con la cabeza embutida entre las sábanas y el mundo girando sin parar alrededor mío. La mañana siguiente abrí los ojos y una fuerte presión me apretó los sesos casi hasta reventármelos y la boca, estaba tan seca como un salar. Ya no podía ni pensar.
Una figura hiperventilada pasó frente a mí, seguida de una carcajada.
—Y, ¿cómo está la resaca?
—Me siento morir… —reclamé.
—Tu primera vez primita —soltó una carcajada aún más sonora— las primeras veces siempre son traumáticas.
—Nunca más —juré.
—Pero la segunda es mejor —agregó. Guiñó un ojo y con un saltó se puso de pie desde el borde de la cama para desaparecer tras la puerta de su dormitorio ¡Vaya, sí que lo dudaba!