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(Introducción, Capítulos I, II y III, más abajo)
Capítulo IV
Un par de desconocidos
Intenté darle vida a un castillo ¡Pero, horror! Sí mi dibujo era realmente macabro, sucio y sin forma alguna. Sentí frustración, por más que intentaba mejorar en artes era imposible ¡inalcanzable! El garabato frente a mis ojos era tan feo que de pura rabia le hice un par de rayas con fuerza. Marqué tanto el papel que estuvo a punto de romperse. Tiré el lápiz sobre la mesa y me recliné en la silla, absolutamente frustrada.
Sentí escozor en los ojos y un duro e intenso nudo posarse sobre mi garganta. Quería llorar, ¡Sí, quería hacerlo! Por una estúpida razón que desconocía, después de todo, esto no podía ser fruto de un dibujo contrahecho.
Elevé los ojos sobre las cabezas del curso, nadie se había percatado de mi arrebato, excepto por Gaspar. Tenía su mirada, de un azul intenso, clavada sobre mí. Sus ojos parecían titilar, como si de un momento a otro fuera a estallar en lágrimas, pero ¡Qué idiota! Pedazo de tonta en que me había convertido, ¿Por qué tendría que sentirse agobiado o apenado si venía recién llegando?
Le sostuve la mirada por unos segundos y me sorprendí a mí misma con el pecho elevándose con rapidez a causa de la respiración agitada. El nudo de mi garganta se había desvanecido, pero en su lugar había dejado un mar de lágrimas sobre mi rostro. Sentí tristeza… una inmensa y desconocida nostalgia; sentí amor, pero también la indestructible sensación de abandono y traición. Mis manos temblaban y sudaban frío. Todo a mi alrededor se volvió oscuro y denso, como si estuviese viendo a través de la una espesa neblina.
Me levanté estrepitosamente del banco y chocando de un lado a otro di con la puerta. A esas alturas estaba ahogada y con gran dificultad giré la manilla para escapar de ese frío infierno. Corrí hacia el baño de mujeres, a través de los pasillos blancos, plagados de lockers a los alrededores. Lloré con angustia una y otra vez. Ni siquiera yo sabía porque un mar de desolación se había apoderado de mis sentimientos a tal magnitud que sentí morir.
La imagen de aquel muchacho nuevo se me vino una seguidilla de veces a la mente. Esa mirada cargada de una súplica infinita e irracional. Aunque no lo conocía, deseaba abrazarlo con todas mis fuerzas. Quería que me cubriera de besos y me acariciara el cabello ¡Cómo si alguna vez eso hubiese sido real! ¡Qué tonta! Sin embargo, había una barrera invisible que nos separaba, era como mirarse a través de un vidrio, sin poder tocarse ni hablar con naturalidad.
Me senté sobre el suelo a un costado de la taza de baño, arrullé mis rodillas entre los brazos y hundí la cabeza entre las piernas. Mi cuerpo se sacudía a raíz de un sufrimiento desconocido.
Unos pasos gráciles y delicados se asomaron por debajo del cubículo que ocupaba yo en ese momento.
—¡Vicky! ¡Vicky! ¿Estás ahí? —agregó una melódica voz, tan fraternal como tranquilizadora. Sin embargo, no quise contestar. Continuó— ¡Amiga, amiga! ¿Te sientes bien? —siguió y sin que me diera cuenta, la puerta de fino metal estaba entreabierta y en medio de la ranura, vislumbré unos intensos ojos verdes celestosos. Era Frida.
—Estoy bien —mentí.
—No es lo que parece, pequeña —empujó un poquito más el panel y entró en mi cabina. Se arrodilló a mi lado y me cogió el mentón entre sus manos. Ella, por alguna extraña razón, sabía lo que me sucedía— sino me lo quieres contar ¡No importa! Pero quiero que siempre sepas que estaré aquí para ayudarte. Secó una de mis lágrimas con sus suaves y frágiles dedos de mujer menuda.
A veces era un misterio cómo una persona, aunque de apariencia pequeña y enjuta, puede traspasar tanta fuerza y seguridad. Era irracional, sin embargo, real y palpable.
Me puse de pie con la ayuda de mi amiga. Ambas nos acercamos al lavabo y ella abrió la llave para que me lavara el rostro. Miré a la muchacha frente al espejo, tenía la nariz roja y la piel hinchada por el llanto.
—Creo que es mejor que me vaya a la casa. No quiero que me vean así —sonreí avergonzada— aunque pensándolo bien ¡Di tremendo espectáculo en medio de la clase! De seguro están cuchicheando… —miré triste hacia el suelo. Frida soltó una carcajadita.
—¡Dime porqué no lo hacen! —exclamó divertida— pero date por satisfecha ¡Les entretuviste el día! —abrió la puerta para indicarme que saliera.
—Gracias por todo, Frida —sonreí y ella curvó sus labios rosados hacia arriba.
—¡Para qué están las amigas! —pasó su brazo, sutilmente por mis hombros y me dio un abracito para contagiarme parte de su entusiasmo.
Me acompañó a la secretaría. La señora Lütjen, una mujer de mediana edad y cabello rubio intenso, me miró a través de los anteojos. Había interrumpido su lectura.
—¿Qué sucede chicas? —cerró el libro de más de mil páginas.
—Victoria se siente descompuesta y quiere irse a casa —nuestra interlocutora se paró, subió los anteojos sobre la cabeza y examinó con los ojos entrecerrados.
—¿Estuviste llorando? —me preguntó bruscamente.
—¡No! —mentí.
—Bueno, sí —irrumpió Frida— le dolía tanto la cabeza que de dolor comenzó a llorar. La señora Lütjen asintió nada convencida. Ella a veces parecía vivir en otro mundo, pero cuando llegaba a tierra era muy certera en sus apreciaciones.
—Llamaré a tus padres… —aseveró, mientras cogía el teléfono.
—¡No están en casa! —agregué de inmediato.
—Entonces… no puedo dejarte ir —decretó, en tanto volvía el auricular a su lugar.
—¡Me siento mal! —insistí. La verdad no quería volver a clases por ningún motivo. No estaba de ánimos para ver como se reían de mí.
—Si quieres te puedes quedar en la biblioteca o salir a tomar aire, pero dentro del recinto escolar —dije que sí con la cabeza.
—Gracias… —respondí resignada.
Salimos de la oficina y ella me acompañó hasta el patio exterior, donde comenzaba el bosque.
—Tengo que volver a clases —hizo un mohín de disculpa.
—¡Claro! —asentí sin muchas ganas de que se fuera de mi lado.
Frida desapareció al doblar por el pasillo que conducía a las aulas. Inspiré hondo. Miré el cielo. Estaba despejado y un celeste tímido se asomaba por detrás de unos nubarrones blancos. Di un paso y el blando suelo crujió ante mi pisada. Era un espeso bosque con grandes árboles milenarios y a medida que avanzaba, cada vez se acercaban más unos con otros.
De fondo un camino abandonado indicaba el inicio de un antiguo cementerio. Una gran reja de fierro, de más de tres metros de alto, estaba media abierta. Al entrar, un par de ángeles daban la bienvenida. Eran estoicos y soberbios, nada parecido a la concepción puritana de la realidad. Un árbol de grandes ramas cubría el principal mausoleo ¿tantos años viniendo a este colegio y jamás me enteré que había un campo santo cerca? Un escalofríos me recorrió el cuerpo, pero la curiosidad ganó.
A mi derecha un ángel de mármol blanco parecía sollozar sobre un baúl, dejando caer sus brazos y el rostro sobre la base de éste. Se parecía mucho al dibujo de Frida. Me acerqué para limpiar las letras ocultas bajo la tierra.
Eximius
Como desconocía del todo el latín, intenté retener aquella palabra para buscarla más tarde. Giré hacia mi derecha y noté que tras un arbusto espeso se escondía una cruz de malta. Su base y estructura era de la misma piedra blanca. Una fuerza magnética me arrastró hacia ella y sin siquiera pensarlo, mis dedos ya acariciaban los idénticos cuatro lados de las redondeadas puntas.
El sol había entibiado el día y por alguna desconocida razón me sentí muy cómoda en aquel lugar, que de seguro sería tétrico para cualquier persona normal. Fui al lado de una lápida con una inscripción borrosa y me dejé caer sobre el musgo suave y la cama de hojas húmedas. Sin notarlo me sumí en un intenso y placentero sueño.
Tenía sed, mucha sed y mis labios estaban partidos por la resequedad. Miré hacia arriba y un gran estanque, lleno de agua se ubicaba imponente sobre una torre de más de cuatro metros, sin escalera. Pero para calmar mi ansiedad, noté que del otro lado de los pilares de madera, caían unas gotitas de agua. Di dos pasos y me arrodillé sobre una fina cascada que caía desde las alturas. El estanque tenía una pequeña fisura y por ahí se filtraba el agua dulce y vital. Intermitentes gotas acariciaban mis labios, pero yo quería más, no era suficiente. De pronto, la grieta comenzó a crecer y crecer, hasta partir la copa de agua en dos pedazos y ¡Plum! Un océano se derrumbó sobre mi cabeza, empapándome hasta la médula de los huesos.
Desperté con una fuerte tormenta. En un principio me costó reconocer que se había tratado de un sueño, sin embargo, esa sensación de que me tiraban agua en baldes provenía de la lluvia que me había dejado estilando. Me levanté somnolienta, pero por más que busqué el lugar por donde salir fue imposible encontrarlo. Opté por refugiarme al alero de un mausoleo, en espera de que la agresiva tormenta cesara.
Esperé y esperé y comenzó a anochecer. Tenía frío y hambre. De un momento a otro vislumbré una delgada silueta caminar en medio de los árboles y las tumbas. Llevaba un impermeable con capuchón. Se arrodilló frente a la imagen de la cruz, detrás de un arbusto. Inclinó la cabeza, parecía orar o pedir perdón. Se mantenía sereno, inmutable, concentrado. Lo observé por un cuarto de hora o más.
Un relámpago iluminó el cielo y la atlética figura se puso de pie en un respingo. Su intensa mirada me intimidó y giré, intentando encontrar la salida de aquel laberinto oscuro como boca de lobo. Di un par de vueltas en círculo, hasta encontrarme de frente con él.
Era alto y expelía un olor dulzón, empalagoso y embriagador. Sus ojos celestes me traspasaron el cuerpo hasta el abismo de mi alma. Mis piernas se debilitaron y la vista comenzó a nublárseme.
—Es peligroso que andes tan tarde sola —aseguró mientras torcía la comisura de sus labios color cereza, en la sonrisa más bella que hubiese visto jamás.
Mi corazón comenzó a brincar acelerado. Tragué saliva sorprendida, incómoda y feliz, ¿Qué hacia Gaspar en el cementerio si era un recién llegado en la ciudad?
—¿Qué haces tú por estos lados? —reclamé con una risita involuntaria— de todos los años que vivo aquí, hoy es primera vez que sé de este lugar.
—Quizá el destino me trajo para acá… —hizo un sincero mohín con la boca.
—¡Vaya lugar al que te ha mandado! —musité extrañada.
—Es un lindo “parque” —espetó divertido— ¿no lo crees? —se puso serio.
—Bueno… —miré a mi alrededor. Podía ver poco y nada, estaba todo negro— de día, la verdad, sí.
La lluvia nos seguía golpeando con fiereza. Me cogió de la mano con toda la naturalidad del mundo y me arrastró bajo el techito del mismo mausoleo que me había resguardado hace sólo minutos.
Ahora un trueno y un relámpago juntos, iluminaron e hicieron estallar el campo santo de una vez. Rápidamente se sacó el impermeable.
—Debes ponértelo. Está lloviendo demasiado —susurró convencido.
—¡Es tuyo! —reclamé.
—Da igual, eres tú quien está tan mojada como para coger una neumonía —frunció el ceño y me plantó el plástico amarillo sobre los hombros— ahora sí podemos salir de aquí —esbozó una sensual sonrisa torcida.
El pulso se me disparó hasta las nubes, de tal modo, que llegué a sentir un abrasador calor recorriéndome cada célula del cuerpo. Me cogió la mano y entrelazó sus dedos en los míos. Quedé sin aliento, la tibieza de su piel me mantenía al borde de los estribos. Dimos más de diez vueltas en círculos, pero no hallamos la salida. Él, parecía incluso más nervioso que yo.
—Tendremos que esperar hasta que aclare —me suplicó con la mirada. Asentí sin problemas ni remordimientos. Me sentía increíblemente cómoda junto a él, una sensación totalmente contrapuesta a la de esta mañana. Quería que jamás terminara de llover, sólo para quedarme junto a él.
—Está bien, Gaspar —respondí muy natural. Se giró con los ojos cargados de luminosidad, mientras asomaba sus dientes de mármol para sonreírme.
—¡Te acordaste de mi nombre! —soltó con una alegría exagerada para un acontecimiento tan banal.
—La señorita Torres te presentó esta mañana —le recordé.
—Sí, lo recuerdo, pero como desapareciste… —su mirada se ensombreció, opacándole la mirada e inundándola de nostalgia.
—No me sentía bien —respondí, aclarándome la garganta.
Tenía una mirada dulce y acogedora ¡Era divino! De seguro que cuando lo hicieron no escatimaron en dones y atributos. Me ruboricé ante mis pensamientos. Él me dedicó una mirada de soslayo. Sonreí.
Caminamos hacia otro mausoleo, aún más grande que el anterior. La reja, aparentemente cerrada, se abrió al primer tirón.
—No es precisamente un hotel cinco estrellas, pero al menos nos protegerá del frío y la lluvia —asentí, no importaba donde estuviera, si era con él. Entramos y un fuerte olor a encierro me embargó la nariz, hasta bajar por la lengua, dejándome un gusto amargo en el paladar
—¡Puaj! —exclamé instintivamente. Él continuó limpiando el lugar con esas manos pálidas con nudillos rosados, de tamaño y grosor perfectos, mientras yo mantenía vigente la llamita de un encendedor que él me había pasado al entrar al mausoleo. Me señaló un lugar con la mano. Me senté y él me siguió.
Nos apoyamos contra un muro con letras grabadas ¡Era mejor no pensar de qué se trataba realmente aquel refugio! Además, estaba oscuro y frío, pero más templado que afuera.
Gaspar se puso de un modo tal que su hombro hizo de almohada, la mejor que hubiese probado en la vida. Me cobijé en la humedad de su cuerpo mojado y tibio, hasta dormirme, pero antes añadió.
—Creo que mañana tendrás que dar una buena explicación por tu desaparición de esta noche —susurró con su aliento tibio sobre mi oído.
—S..sí —contesté para mí misma. Sonrió y reclinó ese bello rostro contra la fría pared.
Abrí los ojos y lo vi dormir, parecía un ángel, con finos rasgos plácidos y varoniles, el cabello castaño desordenado y medio húmedo en las puntas, acompañados de una respiración acompasada… se convertía en la postal más maravillosa de la que hubiese podido disfrutar. Tenía un níveo y esbelto cuello, seguido de una definida mandíbula cuadrada.
Cerré los ojos y me dejé llevar por el agradable aroma, mezcla de bosque y testosteronas. Recordé las palabras de Frida sobre besar a un hombre y eso fue suficiente como para dejarme llevar por mis instintos.
Inspiré profundamente para extasiarme de ese aroma que curiosamente me resultaba familiar. Estiré el cuello hasta que mi nariz quedó en la base de su mentón. Estaba oscuro, pero sin embargo por una pequeña ranura a la altura del techo, se colaba un hilo de luz color plata, otorgándole un aspecto poco terrenal, mucho más parecido a una deidad que a un humano corriente.
Gimió levemente y sacudió la cabeza. Abrió los ojos y se quedó mirándome fijamente. Quedé sin aliento por unos segundos y cuando lo comencé a recuperar, mi corazón bombeó con tanta rapidez, que el bullicio se hizo evidente y aún peor, podía oír como provocaba un eco en ese espacio frío.
Giró el mentón un par de centímetros hacia mi rostro y lo inclinó levemente. Sus labios de un intenso rojo carmesí quedaron por sobre los míos. Podía hastiarme de su delicioso aliento. De aquella boca brotaban oleadas de calor.
Cogió mi barbilla con su mano libre y me acercó aún más hacia él y nuestras bocas se unieron como dos imanes. La tersura de su piel me hizo estremecer de emoción. El entreabrió mi boca con un toque sutil, succionando sensualmente mi labio superior ¡Oh, vaya! ¡Qué delicia! El tiempo se detuvo y sólo me deje llevar por la sincronía de nuestras lenguas que danzaban en un rito sagrado.
Elevé mi brazo hasta alcanzar sus finos cabellos con una de mis manos. Enterré mis dedos en sus hebras de terciopelo color miel y en respuesta, él me besó el contorno de las mejillas hasta la base de mi quijada y descendió con besitos hasta recorrer toda la piel de mi cuello, haciendo vibrar cada una de mis terminaciones nerviosas.
Arrulló mi cabello con deseo, mientras con la otra mano me aferraba más hacia él, cruzando su brazo por detrás de mi cintura. ¡Frida tenía razón! ¡Esto era cien mil veces mejor que besar a una mujer! Era encontrar el complemento perfecto, la pieza que faltaba al rompecabezas. Sentirlo junto a mí era la complicidad más placentera que había experimentado en mis diecisiete años.
Todo iba muy bien, pero esto se estaba subiendo de tono a pasos agigantados… no es que fuera mojigata ni quisiera llegar virgen al matrimonio, pero considerando la velocidad de con que se estaban suscitando los hechos, era mejor detenerse ahora, porque unos minutos después sería demasiado tarde.
—¡Para, Gaspar, para! —lo hice hacia atrás, empujándole desde el centro del pecho. Insistió por una milésima de segundos, pero luego se reclinó sobre la pared y cerró los ojos, inspirando hondo.
—¡Perdona! —continuaba con los ojos cerrados. Tenía los labios juntos en una línea.
—¿Gaspar? —lo llamé para que me mirara.
Abrió los ojos y una infinita dulzura se apoderó de su cálida mirada azul intensa.
—¡De verdad, perdona! No debí haberme dejado llevar por las circunstancias —se deshizo en súplicas.
Lo quedé mirando consternada, realmente adoraba su compañía y temía que mi reacción lo hiciera dar pie atrás. Tan sólo quería detenerme para no traspasar el límite imaginario de mis valores algo trastocados, pero si el continuaba insistiendo, cedería sin tapujos. Hasta hoy no había conocido esa pasión en mí. Una fuerza intensa y poderosa capaz de derrocar hasta el más intrínseco de mis pensamientos y miedos.
—No debes disculparte… también fue mi culpa —sonreí avergonzada, notaba como hervían mis mejillas. A pesar de que había casi nada de luz para notar mi rubor, el contacto profuso de la palma de su mano con mi rostro, fue suficiente para que se diera cuenta de mi incomodidad.
—No sientas vergüenza, por favor… —suplicó la voz dulce, en tanto acariciaba mis mejillas. El calor empeoró, pero está vez se expandió por cada una de mis venas hasta abordarme el cuerpo entero. Enmarañó sus dedos en medio de mi cabello hasta alcanzarme la nuca. Lentamente me atrajo hacia él. El hilo de luminosidad daba directo a sus labios rojos, encendidos de un cereza intenso. Acercó su boca hacia la mía, quedando debajo de un foco platinado de luz natural. Cerró los ojos. Mi estomago se comprimió, como si millones de mariposas revolotearan en él. Tragué saliva y me deleité con sus finos rasgos caucásicos y las hermosas y tupidas pestañas, perfecta y varonilmente ondeadas.
Entreabrió mis labios hasta que nuestras lenguas se encontraron nuevamente. Sabía de maravilla, era una mezcla de miel dulce, frambuesas frescas y hormonas húmedas e intensas. Nos continuamos besando hasta el amanecer, aunque sólo nos mantuvimos en la línea de los besos. Por mí hubiese dado el gran paso esa misma noche