Mujer y luna

lunes, 20 de septiembre de 2010

Hermandad

(El capítulo I y la introducción más abajo)
Capítulo II
Pacto de sangre


Ya estábamos casi a mitad de semestre de nuestro último año ¡Qué felicidad! Deseaba salir de aquí de una vez por todas. Las clases me agobiaban y los profesores me tenían  harta.  Sólo los momentos junto a Agata me reconfortaban, porque mis amigos de siempre se habían distanciado de mí.

Una tarde después de clases me devolví sola a la casa, Agata no había ido. El cielo estaba encapotado, con nubarrones grises oscuros. Un fugaz rayo calló sobre el cemento, descargando toda su electricidad sobre un arbusto verde y frondoso, dejándolo seco como un tronco viejo. Lo siguieron truenos y relámpagos. Puse un pie en la intemperie y unas tenues gotitas, suaves como una pluma, comenzaron a caer sobre mi piel. ¡Llegaría estilando! Hoy tendría que caminar hacia el paradero para después coger el bus ¡Arg! ¡Tamaño día para llover y además esquivando descargas de electricidad!

Apreté el paso para llegar pronto bajo techo y esperar el roñoso bus amarillo. Sin embargo, de un cuatro por cuatro todo terreno, tocaron la bocina. A estas alturas la copiosa lluvia no me dejaba mirar con claridad. Sólo noté quién me hablaba cuando bajaron la ventana del copiloto.

—¡Vicky! —la voz ronca y sensual de Edú rebotó en medio del aguacero— ¡Sube, te llevo! —abrió la puerta, mientras esbozaba una sonrisa traviesa. Crucé el medio metro que separaba la calzada del automóvil y bastó sólo unos segundos para quedar tan empapada como si me hubiese dado una ducha fría. Subí tímidamente, mientras notaba como estropeaba el tapiz del asiento.
—¡Lo siento! —exclamé incómoda.
—No importa —Edú sonrió nuevamente, en tanto cogía mi mochila para acomodarla en el asiento trasero. Entrecerró los ojos, observándome con minuciosa detención. Tenía el cabello dorado, sensualmente despeinado y algo mojado, humedeciendo el borde superior de la sudadera de mangas cortas color beige, pero que seguramente no se empaparía, porque bajo ella llevaba una camiseta gris de mangas largas. El verde de sus ojos, se internó en los míos. Bufó con una sonrisa irónica y se enderezó para colocar las manos sobre el manubrio.
—¿Qué? —lo increpé incómoda.
—Nada —botó una leve exhalación por los labios, mientras sostenía una sonrisa traviesa y presionaba el acelerador para colocar el movimiento el automóvil.

Su hermetismo me irritó un poco.  Sólo de curiosa llevé mis manos hacia la radio, presioné el botón para elevar el volumen y de fondo comenzó a oírse a The Cure.

—No sabía que te gustaban los grupos antiguos.
The Cure es inmortal —frunció el ceño y soltó una risita como si hubiese dicho algo ridículo. Presioné mis mejillas por dentro con los dientes y me recliné hacia atrás un tanto molesta— ¿Qué pasa? —Edú me miró de soslayo.
—Estás bastante desagradable… desde que entré nos hecho otra cosa que atacarme.
—¡Atacarte! —frenó de sopetón, pero suavemente. Fijó esos juguetones ojos esmeraldas en los míos. Asentí.
—¡Vaya! Veo que Agato te está contagiando su mal humor —entreabrió la boca en un gesto de incredulidad.
—¿Agato? —repliqué sus palabras, enarcando una ceja.
—Perdón… ¿Agata? —se bufó ridiculizándola.
—¿Por qué eres tan cruel con ella? —espeté un poco dolida, era mi mejor amiga y la quería mucho.

Volvió a mirar hacia el frente, un tanto resentido.

—Te ha alejado de nosotros… de mí… —su rostro se compungió de dolor por una milésima de segundos y luego volvió a recuperar la compostura.
—No es su culpa, yo también he escogido estar más tiempo con ella —escupí, para defenderla, en verdad yo era responsable. Sin embargo, no me gustó nada ver esa señal de tristeza en los ojos de Edú, nos conocíamos desde hace más o menos cuatro años y siempre habíamos sido muy amigos.

De repente desvió el auto y lo orilló hacia un costado de la berma. Se giró hacia mí, siempre manteniendo distancia entre nosotros.

—Vicky tengo una duda… ¿te puedo preguntar algo personal? —inclinó el rostro y entrecerró los ojos. Su pregunta era evidente, pero no le quería mentir.
—¡Adelante! —respondí.

El tragó saliva y frunció los labios en una línea.

—¿Es cierto que ustedes dos son más que amigas? —su mirada titilaba de expectación. Miré hacia fuera, luego volví el rostro al frente y asentí—¡Vaya! —exclamó en un bufido sonoro, pero aún así, mostró unos hermosos dientes esculpidos. La expresión de su rostro demostraba una gran desilusión.
—¿Decepcionado?  —contra pregunté de inmediato. Él sacudió la cabeza en una mentirosa negación— sí que lo estás ¡lo siento! Jamás he pretendido mostrarme de una manera que no soy —agregué mientras Edú volvía la vista al frente, con esa cortina de lluvia tras el vidrio que, sin el parabrisas funcionando, parecía una fiera cascada.
—Lo sé —suspiró y volvió a recomponerse— sólo creo que deberías conocer la otra cara de la moneda —inclinó su rostro peligrosamente hacia el mío, podía sentir el tibio aliento de su boca muy cerca de la mía. Lo miré fijamente con temor de ver tristeza en su mirada.
—Creo que aún no es tiempo… —sonreí y me eché sutilmente hacia atrás, apoyando la cabeza contra la ventana del copiloto. Esbozó una risita traviesa y el verde de sus ojos se iluminó hasta sacar chipas.
—Eso quiere decir que aún no está todo perdido… —apretó una sonrisa con sus labios rosados, llenando de esperanza ese rostro que hace sólo minutos atrás parecía desilusionado.  Frunció las cejas doradas oscuras y luego volvió a coger la postura frente al manubrio. Encendió el motor y partimos otra vez. 

Daba la impresión de estar oscureciendo. El día se había ensombrecido casi en su totalidad y había muy pocos autos circulando por las calles. Cogí mi mochila mojada y la coloqué encima de las rodillas. Estábamos a sólo metros de mi casa. Le besé la mejilla y abrí la puerta para salir, pero antes, subí la capucha para que me protegiera, en algo, de los avatares de la copiosa lluvia.

—Gracias —sonreí con sinceridad.
—Esperaré… —balbuceó antes de que acabara de cerrar la puerta. Corrí hacia la entrada de mi casa, metiendo torpemente el pie en una posa. Me giré y pude vislumbrar, a través de la lluvia, que Edú reía. Abrí el compartimiento delantero y metí los dedos hasta el fondo para coger el llavero, una cabeza de elefante de peluche, ya bastante vieja y sucia. Entré y al cerrar la puerta tras de mí oí el rugir del motor, confirmándome que mi amigo se había ido.

La casa continuaba vacía, como de costumbre. Corrí hacia mi habitación, intentando no estropear demasiado el suelo vitrificado, herencia de la abuela.  Me saqué la ropa completamente y corrí a darme una ducha para entibiarme el cuerpo.

Edú me había descolocado, jamás, hasta hoy, había demostrado algún interés amoroso por mí, es más, cuando recién nos conocimos, moría por él, pero nunca dio luces de alguna señal que me hiciera sospechar, siquiera, que le gustaba. Sus declaraciones me  dejaron perpleja y confusa, temía que se enfadara conmigo si no le correspondía, pero la verdad, sentía por él nada más que una linda y fraternal amistad. Mi corazón estaba ocupado, aunque no de la manera que mi entorno pretendía.

Mi mamá no sospechaba que entre Agata y yo había algo más que amistad. Siempre nos dejaba estar juntas sin problemas. Era un alivio para mí, así no tendría que dar explicaciones innecesarias.

Salí de la bañera con el cabello estilando, había crecido un poco, después de haberlo cortado yo misma con una navaja, pegado a la cabeza y con puntas revoltosas y dispares que engrifaron a mi madre cuando me vio.  Pero recuerdo que el cuasi infarto no se manifestó hasta que me lo teñí negro azabache y comencé a cubrirme los párpados con sombra gris oscura. Ese día nos encontramos en la cocina y estaba anocheciendo cuando se le desencajó la mandíbula y los ojos se le abrieron como platos hondos.

—¡¿Acaso te estás convirtiendo en un niñito!? —exclamó con la voz afilada y los ojos castaños redondos por la impresión.
—Me gusta… —respondí,  en tanto mordisqueaba una manzana roja, grande y jugosa.
—¡A mí no! ¿Cuál es la idea, Victoria? —siempre me llamaba por el nombre de pila cuando se enfadaba conmigo.
—Sentirme cómoda, por ejemplo —escupí molesta.

Se quedó observándome desde el umbral de la cocina con expresión de disgusto e intentando canalizar la rabia e impotencia que le causaba no tener el control suficiente sobre mí. Al parecer las clases de Yoga le estaba surtiendo efecto para controlar esos frenéticos nervios que me atormentaban, pero que mi naturaleza no podía evitar sacárselos a la luz de vez en cuando y ahora, más seguido que nunca.

—¡Te ves linda! —la ternura propia en la voz infantil de mi hermano Rafael me obligó a voltear para mirarlo. Estaba detrás de mi madre y con su mediana estatura pasó por el espacio entre ella y la puerta. Sus hermosos ojos negros rebozaban de inocencia, dulzura y sufrimiento… a sus cortos seis años.
—Gracias… —le sonreí desde el corazón. Caminó hacia mí y le di un beso en la frente.

Miré a mi madre con un gesto desdeñoso. Boté la coronta de la manzana al tiesto de basura, cogí el chaquetón y el bolso para salir. Vibró mi móvil en el bolsillo trasero de mis jeans, era Agata, había llegado y me esperaba afuera para irnos a la escuela. Cerré la puerta de entrada bruscamente y me metí al coche junto a ella.

El pelo me había crecido, llegándome casi al mentón. Caminé desnuda hacia mi habitación y me planté frente al espejo ovalado. Tenía las caderas anchas y los pechos erguidos, de tamaño medio… ni mucho ni poco, me agradaban, al menos no tenía el problema del resto de las chicas. Di media vuelta y me miré de reojo ¡Tamaño trasero! ¡Arg! No disminuía aunque comiera solo lechuga y manzana. Volteé hacia el closet y dejé de observarme, si continuaba encontrándome defectos —que era lo más probable si seguía mirándome con detención— me deprimiría gratuitamente.

Cogí unos jeans azul petróleo con pequeños tajos “improvisados” que los hacían cool y atrevidos. Tomé mis zapatillas negras con caña, una camiseta del mismo tono y para ponerme encima, una sudadera roja sin mangas. Volví al cuarto de baño para secarme el cabello. Disfruté del ronroneo particular de aquel aparatito, desde niña me encantaba encenderlo sólo para oír el ruido y sentir la tibieza del aire rozándome la piel, sin la necesidad real de deshumedecerme el pelo. Era mi placer culpable y ridículo, pero me tranquilizaba mucho.

Oí la puerta, había llegado mi madre, pero sin Rafael, este fin de semana le tocaba con Gustavo —el idiota de mi padre que se había ido con otra—. Yo no iba a visitarlo nunca y él respetaba mi decisión, es más, creo que ni siquiera me extrañaba.

—¡Vicky, Vicky! —la voz aguda de mi madre se oyó como un aullido que hacía estragos en mis tímpanos.
—¡Estoy en mi cuarto! —respondí. Irrumpió, abriendo la puerta de mi habitación sin golpear, actitud que me reventaba de rabia y que ella  no hacia nada por evitar.  Se acercó para darme un beso en la mejilla.
—Hola hija, ¿cómo estuvo el cole? —últimamente insistía en llamar “cole” al colegio, quizá alguien le había pasado el dato de que era una manera de acercarse a mí. A pesar de que yo jamás llamaría “cole” al colegio, no me molestaba, por el contrario, me provocaba una especie de ternura, porque era su única oportunidad de entablar una conversación conmigo de manera más a la par, sin la barrera natural de madre a hija.
—Bien —sonreí, en tanto caminaba hacia mi mesita de noche para coger el móvil. Tenía cinco llamadas perdidas de Agata— espera… —mascullé cuando volvió a repicar el celular. Ella asintió, dio media vuelta y salió por donde había entrado. Presioné el botón verde para contestar.
—Hola —su voz se oía apagada.
—Hola… ¿pasó algo? —pregunté un poco angustiada.
Mmmm… necesito que hablemos —decretó. El tono de su voz era lúgubre y mi cabeza comenzó a sugerir varias ideas malas de porqué. Quizá quería que rompiéramos; a lo mejor se había enterado de mi conversación con Edú, pero no podía entender ¡Cómo!; o podía saber de mis sueños… ¡Uf! Mi ánimo se vino a pique de un momento a otro... tan solo la idea de que se enojara conmigo me torturaba, era la única persona que me entendía, convirtiéndose en lo único real de mi vida —¿Podrías salir unos minutitos de tu casa? —continuó con voz fría e indiferente.
—¡Claro! —musité alterada.
—En veinte minutos estoy en la entrada de tu casa —cortó sin despedirse y yo me quedé con el corazón en la mano, no quería que se enojara conmigo. Sentí un leve escozor en los ojos y un nudo en la garganta. Como un zombi ordené mi habitación a la velocidad de la luz, hasta que vibró el móvil. Cogí mi chaqueta, torcí la manilla de la puerta  y en cuanto salí, vislumbré el auto negro.

Había dejado de llover. Me subí al coche y Agata me clavó sus intimidantes ojos esmeraldas. Tenía los rasgos duros y demasiado felinos, aterradores para mi gusto. Por primera vez sentí miedo de ella.

—¿Q… qué p.. pasa? —exclamé con los ojos a punto de estallar en lágrimas.
—Necesito que te comprometas a hacer el pacto de sangre lo antes posible —me azuzó con la mirada penetrante y amenazadora.
—S..sí, cuando quieras —afirmé ya temblando. Mis palmas sudaban frío y la boca estaba tan seca como un pozo en el desierto.
—El próximo viernes trece… —afirmó con rabia. La piel se me erizó. Asentí con la cabeza, sin hablar, no podía. Tenía la espalda pegada en la puerta del copiloto. Ella volvió la vista hacia el frente.

Casi no podía respirar, sentía pánico, terror que me paralizó la sangre y la respiración. Quise huir, pero era imposible, tenía las manos agarrotadas.  Cuando volví a parpadear, Agata me miraba nuevamente, pero ahora era la chica de siempre. Sonreía.

—Estoy ansiosa por sellar nuestro pacto —me besó cerca de la comisura de los labios. Continué impávida— ¡Está todo bien, Vicky! Ya lo verás —acercó su rostro al mío y me besó. Sentí repulsión. Tragué saliva y busqué una excusa para bajarme del automóvil.
—No le avisé a mi mamá que estaría aquí contigo… así que debo entrar… —abrí la puerta y bajé lo más velozmente que me permitió el miedo.  Se fue.

Durante la noche no pegué un ojo, no podía entender porqué Agata se obsesionaba tanto con el compromiso. Al día siguiente no me llamó y yo tampoco a ella. Fue un alivio. Entretanto sólo en la tarde del sábado, al fin, pude dormir bien.

El frío suelo de piedra traspasó su gélida temperatura hasta calar mis huesos. Miré a mi alrededor: habían dos hileras de antorchas adosadas en el salón y en medio, una gran mesa redonda con sus respectivas sillas y en frente de cada una de éstas, espadas perfectamente afiladas, apuntando todas hacia el medio. En el techo había un símbolo que no alcanzaba a distinguir con claridad, parecía el borde de una rosa con puntas de estrellas, pero cuando intentaba acercarme, tenía la sensación de estar sobre una interminable escalera mecánica que no me permitía llegar allí. Traté de correr, pero mis piernas eran como débiles hebras de lana, insuficientes para permitirme correr. Grité para  que alguien acudiera en mi ayuda. De repente sentí una especie de tibia humedad en la base de los pies. Escudriñé ansiosa el suelo y con horror comprobé que me hundía en un charco de sangre oscura.


—¡Mamáaaaaaaaaa! —bramé desquiciada y un zamarreo constante me volvió a la realidad.
—Todo está bien hija… fue sólo un sueño —susurró mi madre en mi oído, protegiéndome de mis peores pesadillas con la calidez de su voz. Me arrulló entre sus brazos como si fuera un bebé. La abracé para espantar el miedo, hasta que el corazón volvió a latirme a un ritmo normal. Logré por fin conciliar el sueño.

El lunes siguiente me encontré con Frida en la entrada del colegio. Se había decolorado el cabello y tintado de un tono calipso medio verdoso, combinando a la perfección con ese particular color de ojos que diferenciaba a su familia.

—¡Guau! ¡Ese si que es un cambio radical! —musité entretenida, mientras ella giraba en sí misma para terminar de mostrarme su particular obra de arte.
—¿Se ve cool? —preguntó con una gran sonrisa en los labios. Realmente era muy bonita, porque de otro modo era imposible lucir bien con ese estilo. Tenía la piel blanca como la nieve y un simpático lunarcito café tintado en la base de su pómulo derecho que le otorgaba una picardía especial en el rostro. Asentí y ella soltó un aullido que invitó a media escuela para voltearse a mirarnos.

Un brazo masculino se cruzó por mi cintura, aferrándome a su cuerpo para besarme en la sien.

—¡Hola guapa! —Edú dejó escapar una sonrisa sensual.
—Hola —negué con la cabeza, sabía que ese saludo tan cercano era para irritar a Agata. Pero se llevaría una desilusión, porque, hasta este momento no le había visto ni la  nariz. Rápidamente se me revolvieron las tripas, mezcla de indecisión y tristeza.
—¡Vaya, Frida! Buen look el tuyo —rió irónico y luego le besó la mejilla.
—¡Idiota! —lo recriminó mi amiga, haciendo mohín de disconformidad y fingida molestia, en verdad la opinión de Edú le importaba un pepino, o al menos eso aparentaba.

Una silueta musculosa y sonriente se acercaba hacia nosotros, era Miguel.  Parecía más un modelo de catálogo que un personaje normal, realmente el paso de la adolescencia a la juventud le habían venido bien. De niño era un chico rechonchito, con frenos y siempre con la cara sucia, revoltijo de sudor y tierra por tanto jugar, en cambio ahora, era el deleite de la mayoría de las muchachas de todos los niveles escolares, quienes se giraban a mirarlo sin tapujos, mientras secreteaban entre cuchicheos y risitas infantiles. Era una escultura cincelada de la mano de Michelangelo Buonarroti, pero mejorada con una envidiable piel canela que apetecería cualquier chica; hermosas pestañas que enmarcaban una cálida mirada avellana oscura y por sobre todo, una dulce y sensual sonrisa, con dentadura de mármol.

—¡Lindo color! —posó de inmediato la mirada en Frida, aunque no pareció sarcástico. Siempre había tenido mis sospechas respecto a él… estaba segura de que era un eterno y anónimo enamorado de Frida.
—¡Gracias! —ella le devolvió una sonrisa fraternal, los ojos de mi amiga estaban puestos, desde siempre, en Edú.

El timbre de inicio a clases replicó incluso en los bosques de la escuela, invitándonos a entrar.  Caminé al aula de arte junto a Frida, con la secreta esperanza de que Agata se encontrara ahí, pero no fue así.

La señorita Torres comenzó mostrándonos una diapositiva de Banksy, el desconocido grafitero inglés más famoso del mundo. Nuestra tarea era intentar encontrar nuestro estilo moderno e irreverente, por lo que nos detuvimos en la imagen de unos soldados corriendo por la pradera, oliendo flores en vez de cargar armas.

Intenté un bosquejo de rosas rojas sobre nieve… ¡Tamaño desastre! Al final era manchones oscuros, como el vino tinto, sobre planicies de blancura iridiscente. La señorita Torres asintió, por cortesía, cuando pasó frente al atril que sostenía el paño de tela, donde descansaba mi peculiar obra de “arte”. Por supuesto la evaluación fue sin penas ni glorias. Por el contrario, Frida se acercó a mi lado, con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido, un claro gesto de preocupación ¿Tan horrible era mi pintura? Observé a mi amiga, mientras ella examinaba con detención cada una de mis flores. De pronto pareció darse cuenta de que la miraba, giró el rostro hacia mí y me sonrió.

—¡Lindo! —exclamó con una dulce sonrisa bordeándole los labios. Hice el rostro hacia atrás en una mueca de incredulidad, sin embargo me ignoró intencionalmente, y continuó con los últimos toques de su sol, emergiendo de un bosque de duendes místicos y coloridos.

El día fue normal, de clase en clase,  pero en ninguna me encontré con Agata. Era extraño ¿A lo mejor le había pasado algo? Camino a mi casa cogí el móvil y la llamé… tuuut, tuuuut, tuuut… tuuut, tuuut, tuuuut… una y otra vez y ¡Nada! La llamada se desviaba a un buzón de voz.

La semana pasó lentamente, en contraposición a mi ánimo que decaía rápido. Por primera vez deseé saber dónde vivía Agata o bien conocer a sus padres. Me acerqué a secretaría, pero nadie tenía la menor idea de porqué había desaparecido.

Llegué a mi casa con un nudo en la garganta, quizá no la vería nunca más o a lo mejor se había desilusionado de mí por no decidirme a concretar nuestro compromiso.  Fui a mi habitación y me encerré en ella. Cogí el esmalte de uñas rojo ciruela y me las repasé. Encendí el televisor, tiré un par de osos de peluche al suelo y me acomodé sobre la cama. No pude concentrarme en el programa misceláneo. Giré la cabeza hacia la derecha  para cerciorarme de que el móvil no hubiese sonado. Cerré los ojos y un par de lágrimas comenzaron a caerme por las mejillas… me sentía traicionada y muy herida.

Entre sueños oí el timbre. No pude quitarme la modorra de inmediato, así que sólo con el segundo estridente chirrido, proveniente de la entrada de la casa, me puse de pie y fui a la puerta a verificar quien era. Casi me azoté la mandíbula en el suelo cuando descubrí que era Agata. Venía seria, muy concentrada, con un abrigo negro con capucha y el cabello pelirrojo, suelto sobre los hombros.

Dudé en abrir la puerta y como si me estuviese viendo por el ojo mágico de la puerta, sonrió para suavizar su expresión dura y formal. Era extraño, a pesar de que no podía verme, adivinaba mis pensamientos y estados de ánimo con facilidad.  Consigo traía una especie de maleta. Tragué saliva y giré la manilla de la puerta para dejarla pasar.

—¡Hola, linda! —saludó con un gesto irónico y distante.
—¡Apareciste! —la recriminé sin querer. Dio media vuelta y enarcó una de sus cejas rubio coloradas.
—¿A qué viene ese comentario? Que yo sepa no lo has pasado nada de mal… —torció la boca en un gesto siniestro.
—¿Por qué dices eso? —mordí la parte interna de mis mejillas regordetas. Negó con la cabeza y sonrió sarcástica, mientras se sacaba el abrigo y me lo entregaba en la mano para que se lo dejara en algún lugar. Con sus dedos blancos y delgados se cogió el cabello y se hizo un tomate sin necesidad de un elástico. Desvió el tema.
—Y bueno… ¿Dónde podemos ubicarnos para nuestro compromiso? —agudizó su mirada hasta intimidarme.
—No lo sé… mi madre vendrá pronto… —titubeé en mi respuesta, aunque era verdad.
—Llegará tarde. Salió con su nuevo pretendiente ¿no? —enarcó una ceja, con la cabeza en alto y la espalda extremadamente derecha.
—¿Cómo lo sabes…? —fruncí el ceño— yo no tenía idea.
—¿Cómo que no, Vicky? ¡Tú  misma me lo contaste! —sonrió. Negué con la cabeza y ella continuó— entonces… ¿De dónde podría haber inventado yo algo así? —soltó una risita.
—Yo no tenía idea —continué.
—¡Tendrás que tomar vitaminas! —exclamó divertida. Comencé a dudar, después de todo era extraño que ella lo supiera sin yo no se lo hubiese contado. Intenté recordar, pero ¡Si no había sabido nada de ella durante la semana entera!. Una oleada de ira me sacudió el cuerpo, pero me contuve, más tarde tendría que explicarme cómo diantre se había enterado de lo de mi madre, si ni siquiera yo sabía que tenía un novio.

Nos dirigimos hacia el comedor de la casa. Agata urdía sus pasos con elegancia, mientras recorría el cuarto con la vista. Yo le seguía muy de cerca. Levantó la mano derecha y colocó la maleta mediana sobre la mesa del comedor. Combinó las claves para abrirla y la parte de arriba cedió.

Levantó la tapa de cuero y sacó un paño morado oscuro, una vela larga en el mismo tono, además de una vasija pequeña de cristal. Sus manos trabajaban rápidamente, mientras yo la observaba, levemente reclinada sobre la pared. Cogió una capa oscura y me llamó con el dedo índice. Caminé dubitativa, temblorosa… esto no me gustaba nada, pero me había comprometido.

—¡Ven, Vicky! —sus ojos se encendieron del tal modo que parecieron explotar en lenguas de fuego. Estiró los brazos y por detrás de mis hombros pasó aquella tela, suave como el terciopelo, pero que en cuanto hizo contacto con mi piel, me provocó un estertor de angustia, me sentía atentando contra mi propia naturaleza, traicionando algo que no sabía qué era. Ella se puso la suya, rápidamente, sin perder tiempo, como si se tratara de un robot.

Luego cogió una copa de plata desde la misma maleta y una especie de botella de vino, que descorchó sin problemas, sin embargo no tenía etiqueta alguna que identificara el verdadero contenido.

—Tiene muchísimos años esperando ser abierta… creo que no te puedes imaginara cuántos —esbozó una sonrisa cómplice. El vigor de aquella risa me aceleró el corazón, haciéndome sudar las manos. De pronto me pareció ver como si nos rodeaban siluetas oscuras, sin una forma verdaderamente definida, pero parecidas a las humanas. Parecían haber completado la habitación. Agata no dejaba de sonreír. Cogió la maleta y la bajó, pero para mi gran estupor y sorpresa, antes posó un puñal de plata de mango alargado con una incrustación de piedra preciosa.
—¿Para qué es eso? —pregunté con horror.
—Es un pacto de sangre, Vicky —torció los labios rojos en una sonrisa perversa.
—Pensé que era simbólico —reclamé aterrada.
—Ni lo sentirás… —decretó de medio lado, con cara de “no me sigas interrumpiendo”. Callé.

Cogió una cerilla y encendió la vela, ya dispuesta sobre un candelabro de metal. Recién en ese momento me percaté de que todo este rato habíamos estado completamente a oscuras. Cada instrumento estaba minuciosamente ordenado, uno tras otro. Tomó la copa con ambas manos y ordenó.

—¡Bebe! —el frío metal ya estaba entre mis labios. El líquido oscuro no tenía aroma ni sabor, sin embargo, en cuanto penetró mi lengua, los oídos comenzaron a zumbarme como si me fuera a desmayar, la visión se me tornó borrosa, como si tratase de una pesadilla. Vi el rostro desfigurado de Agata que sonreía, pero era como si su boca estuviese torcida y sus ojos, separados. Las figuras detrás de nosotras comenzaron a girar y no sabía si estaba loca o no, pero me parecía oír murmullos lúgubres desbordando el salón. Los cabellos pelirrojos de Agata parecían llamaradas. El mundo giraba a mi alrededor y no lo podía interrumpir.

Una de sus  manos frías me quemaba debido a la extrema gelidez de aquella piel, cogió mi mano izquierda, mientras con la otra tomaba el puñal ¡No, no, no! Quería gritar y no podía. Intenté quitar la mano de entre las suyas, pero había perdido todo control sobre mi cuerpo ¡Estaba perdida!

Cerré los ojos, suplicando que alguien me ayudara. Lo único que distinguí fue la absoluta oscuridad, aunque todavía podía oír las palabras en latín que profería Agata.

—¡Detente! —una potente voz se sobrepuso al resto de los tenebrosos ruidos.
—¡Es nuestra! —exclamó la voz femenina con desesperación.
—¡Sabes que no lo es! —replicó el hombre. Aquella voz me era familiar, mezcla de sobreprotección y dulzura, pero que, a pesar de eso, era poderosa.
—¡Déjala ahí, Miguel! —ordenó Agata. Sin embargo, unas manos fuertes y acogedoras me tomaron en brazos. Fue como si me devolvieran el alma.