Mujer y luna

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Hermandad: Y aquí empieza la historia...

Capítulo I
El comienzo de todo



—¡Ih! —solté un gemido ahogado, di un salto en la cama y volví a la realidad. Miré a mi alrededor, estaba oscuro, tibio, tan sólo con la luz de la luna colándose por la ventana. La irradiación que emanaba desde el cielo era plateada, un fino rayo que se asimilaba a la espada desvainada de un caballero.  Mi respiración aún estaba agitada y tenía el cabello sudoroso y adherido contra la piel del cuello. Pasé una de mis manos por la nuca para cogérmelo y acomodarlo en un rollo improvisado hacia un lado.  Me faltaba un elástico,  pero tenía el cuerpo demasiado dormido para encender la lámpara y buscar algo con que sujetarme el amago de moño. Abracé la almohada y hundí la cabeza en ella.

Fijé la vista en el lado derecho de mi habitación, donde la luna traspasaba con mayor intensidad las traslúcidas cortinas de organza roja, trasparentes y tornasoles, bordadas con tulipanes amarillos.  La luminosidad bañaba el espejo de pie ovalado de marco envejecido, en un blanco jaspeado, un regalo de cumpleaños de mi tía Nelly. Mis ojos se internaron en la imagen reflejada: el cobertor de plumas color terracota, arrugado y abultado de un lado más que otro. Me moví para cerciorarme de que esa masa grande eran mis caderas, y sí, la imagen del espejo se sacudió a la par conmigo. Sin duda, tendría que bajar unos kilos… esto se veía fatal.

Más allá de mi grandilocuente humanidad se reflejaban las repisas con formas de cubos que sostenían mis tantos libros maravillosos que leía una y otra vez y, por arriba de ellos, se formaba una cruz ¡Sí, era la misma de mis sueños! Giré atolondradamente sobre mi cabeza para verificar aquel objeto que no poseía en mis registros y observé, con algo de desilusión, que no existía nada sobre la muralla. Había sido mi imaginación que al parecer había transportado mi sueño a la realidad, probablemente aún continuaba adormilada.

Volví a mi postura inicial, intrigada. Desde hace un tiempo venía delirando con la Edad Media, quizás estaba leyendo demasiado sobre esa época de nuestra historia, pero mi amiga Agata me tenía bombardeada de literatura con su obsesión por el siglo XII. Últimamente ella estaba cercana al lado oscuro de esa época, cada vez más, a decir verdad. Amaba las historias de caballeros honorables, hechicerías, amores agónicos, realezas imponentes y señores de la oscuridad. A mí me parecía interesante, pero nada más, sin embargo mi inconsciente captaba más que mi escasa y limitada percepción de la realidad.

Abrí los ojos y un susurró tibio me sopló la nuca. Desperté exaltada nuevamente, miré hacia la ventana y me di cuenta que estaba entreabierta, aunque hubiese jurado que la había cerrado bien antes de acostarme. Las cortinas se elevaron levemente con la brisa. Me puse de pie y la cerré a conciencia.

Traté de no dormirme, pero mis párpados parecían compuestos por células de plomo y el sueño no tardó en vencerme.

La gelidez del ambiente alertó mis sentidos, me encontraba en un campo abierto en medio del bosque, rodeado de grandes y frondosos árboles silvestres. El frío penetraba por la piel y calaba los huesos. La neblina era densa y aromática. Estaba anocheciendo.  A mis espaldas había una fogata recién encendida, la leña verde, aún inmadura, emanaba más humo de lo normal. El suelo era húmedo y cada cierta distancia, unos arbustos pequeños se abrían paso en medio de la escarcha y el espeso césped.
Aunque no podía ver, olía la tensión a mi alrededor. Un puñado de hombres, de distintas edades, se encontraban a sólo metros de la fastuosa fogata. Parecían nerviosos e irritados. Vestían armaduras, cubiertas por pechera blancas que les llegaba hasta las rodillas, con una inmensa cruz roja en medio.

Los caballos aguardaban a un costado de sus dueños. Algunos de ellos preparaban sus armas. Un joven de barba espesa y pelirroja afilaba su espada con una piedra. Tenía la mente en otro lugar, haciendo el movimiento de manera mecánica, el alma ya parecía haber abandonado su cuerpo. El mayor de los caballeros yacía dando instrucciones cargadas de valentía y honor. Estaban dispuestos a defender aquel tesoro con su sangre, esa era la razón de su existencia, pero no podía recordar con claridad cuáles habían sido sus palabras específicas.

Las manos me comenzaron a temblar sin pausa y un sudor frío recorrió hasta el último rincón de mi cuerpo. Miré mis pies, pero no los logré ver, porque llevaba un vestido largo, también blanco, con aquella cruz en medio. De mi cabello recogido caía una especie de cintillo que me cubría la frente. ¡Quería arrancar! ¡Deseaba huir de aquel lugar sobre todas las cosas! ¡Algo muy malo se avecinaba y no quería verlo! La garganta se me comprimió, impidiéndome decir palabra alguna a pesar de que necesitaba pedir auxilio con urgencia. Un cosquilleo confuso recorrió mis piernas, debilitándolas.

Probablemente hubiese desfallecido de no ser por esa mano, firme y tibia, que atravesó la piel de mis dedos, haciéndome recobrar la fuerza vital.

—¡Todo saldrá bien! —susurró en mi oído, inspirándome confianza, aunque era imposible dejar de sentir pánico. Presa del terror, pero fortificada por el desconocido, torcí la cabeza hacia la derecha, enfocando mi vista hacia arriba para mirar la figura de aquella dulce voz. Su presencia me dejó sin aliento, era bello como un adonis y a pesar de lo inhóspito y terrorífico del momento, su sonrisa, pasiva y afable, me devolvió el alma al cuerpo.


—¡Victoria, Victoria! —musitó una tierna voz, mientras me remecía sutilmente por los hombros. Era mi madre.
—¡Yaaa! —respondí apesadumbrada y con la voz áspera por el denso sueño. Últimamente no descansaba nada, me pasaba gran parte de la noche en vela y luego cuando llegaba la hora de conciliar el sueño, tenía que abrir los ojos para despertar ¡Qué injusto!. Bufé molesta e intenté apoyarme en el brazo para darme fuerzas y levantarme.
—¡Hija, son las siete diez! —exclamó mi madre. Me besó la frente y cerró la puerta tras ella. Se iba a trabajar y de paso se llevaría a mi hermano menor a la escuela.

Caminé por el frío suelo, descalza, tan sólo con una sudadera y pantaletas. Con los ojos cerrados abrí la regadera y cuando el agua ya estuvo suficientemente tibia, me saqué la poca ropa que llevaba puesta y me metí bajo la ducha. Era la única forma de despertar realmente.

El chorro de agua humedeció mi cabello, extendí la mano y cogí el frasco azul del shampoo con aroma a hierbas. Vertí suficiente líquido sobre mi mano y me lo llevé a la cabeza para masajear el cuero cabelludo y formar una gran nube de espuma blanca. Aún con los ojos cerrados, recordé el sueño. Aquel muchacho me había parecido guapo, y cuando desperté una impetuosa sensación de vacío me invadió por pocos momentos. Ese chico de dulces ojos calipsos, como el mar caribeño, con tintes de destellos azules profundos, me había mirado de una manera diferente, especial… como si estuviese observando un tesoro sagrado por el cual estaba dispuesto a dar la vida.  Una corriente de calor me hizo estremecer. Abrí los ojos estrepitosamente para afrontarme a la realidad, que por momentos me resultó dolorosa. Luego sonreí, Agata me  mataría si supiera de mis fantasías junto a Morfeo.

Desde hace un par de meses nuestra amistad había desbordado el límite. Primero se trataba de compartir con el grupo completo: Dominique, Eduardo, Frida, Isabel, Gregorio y Miguel, pero poco a poco fuimos encontrando más afinidad entre nosotras, tanto así, que preferíamos estar solas a compartir con el resto del grupo.

Era muy buena conmigo: comprensiva y cariñosa, además de estar dotada de gran inteligencia, ser creativa, poseer un particular sentido del humor y ser envidiablemente hermosa. Pero de un tiempo a esta parte se había puesto un tanto posesiva. Definitivamente no quería que compartiéramos con nadie más. Yo la admiraba, era como mi especie de “ídola”, hasta que con el pasar del tiempo descubrí que sería mi novia

Un día viernes al regreso de clases nos reunimos en la casa de Eduardo. Bebimos unas cuantas cervezas y bromeamos como era costumbre, sin embargo el alcohol se me fue rápidamente a la cabeza —a raíz de la dieta no había comido nada, excepto una manzana y un yogurt—.  Agata me llevó en su coche hasta mi casa. Mi madre no tenía los medios para comprarme uno sólo para mí y el de la casa lo ocupaba ella para ir a trabajar. Cuando cogí la manilla para bajarme del auto, clavó sus verdes ojos en los míos.

—Tu mamá va a llegar tarde hoy… ¿Si quieres te puedo acompañar? —sugirió con una picardía diferente en la mirada.
—¡Claro! —asentí— no me gusta estar de noche sola –agradecí ignorante de sus verdaderas intenciones.

Abrí la puerta de entrada, mientras ella me esperaba con paciencia y una gran sonrisa.  Ambas veníamos lo suficientemente borrachas como para querer dormitar unas horitas. Llegamos a mi habitación y nos abalanzamos sobre mi cama de plaza y media. Acomodé la cabeza sobre uno de los cojines y le cedí la almohada con real intención de que se durmiera, como lo hice yo en menos de cinco minutos. Sin embargo, unos suaves y delicados labios, decorados con un piercing en forma de argolla, se posaron sobre los míos. No supe qué hacer, sólo opté por mantener los párpados cerrados como si continuara durmiendo… no sería la primera ni la última chica que besara a otra mujer, de hecho unas cuantas en mi curso habían vociferado de eso.

Su hálito tibio a alcohol cruzó desde su boca a la mía y me dejé llevar por el suave movimiento de sus labios, hasta que nuestras lenguas se rozaron. Con la yema de sus dedos recorrió el contorno de mi mejilla, pero en las caricias no la seguí. Cortamos el beso y ella abrió los ojos, con el ceño fruncido.

—¿Te molestó? —preguntó inquieta, pero sin alejarse mucho de mi rostro. Negué con la cabeza. Sonrió aliviada.
—Nunca había besado a una mujer —reí avergonzada— y a un hombre tampoco.
—¿Ha sido bueno? —sus ojos esmeraldas se llenaron de una fugaz picardía, dándole un aspecto felino a su rostro ovalado.
—Mejor de lo que imaginaba —exhalé aire, abrumada por la situación.

Agata era mi mejor amiga y la quería mucho. Tenía bastantes cualidades, era inevitable no sentirse atraída por ella, aunque nunca pensé que de este modo, más bien la visualizaba como un modelo a seguir, pero ella me había mostrado las ventajas de ser algo más que amigas, algo así como “amigas comprometidas”, porque lo nuestro iba más allá de la atracción física, nos queríamos y nos encantaba estar juntas, entre nosotras no teníamos secretos, cada una comprendía absolutamente todo lo que le pasaba a la otra, nos apoyábamos en cualquier cosa que quisiéramos hacer.

Tenía razones suficientes para no contarle de mis sueños, se sentiría herida y traicionada, era muy sensible. Me lo guardé sólo para mí, no lo compartí con nadie. Ignorante de la influencia que ejercía sobre mi mente, Agata insistía en que investigáramos sobre los rituales y la forma de vida de la Edad Media, sin sospechar si quiera que sus insistencias me causaban pesadillas y dolores de cabeza.

Agata decía que debíamos encontrar la manera de unir nuestro compromiso, más allá de lo terrenal. Su última idea había sido un pacto de sangre para sellar nuestra amistad en una fraternidad suprema. La verdad, es que no me parecía necesario… pero si para ella era importante… un día de éstos tendría que acceder.

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